Habló el que
siempre repetía la cantilena de la flota de mar:
¡Por
el sol..! Le sintieron decir.
Y si
alguien mas lo oyó también debió pensar que era la
prImer cosa atinada de lo mucho que dijo durante
todas esas semanas de marcha. Días malgastados y
leguas descaminadas en esa pampa in-termi-nable,
tolerando las serenatas de los payucas y dichos
hasta peores y mas desquiciados que los del marino,
cuidando parecer que seguían creídos de que tarde
o temprano llegarían al oeste y que alcanzarían la
sierra chica y mas atrás el nacimiento del río
que, corriente abajo, los llevaría justo hasta El
Lu-gar.
Llamaban
El Lugar al sitio de encuentro de todos los que seguían
firmes en la idea de juntarse y volver a empezar.
Se platicaba eso pero de los derroches de tiempo y del
descaminar le-guas y jornadas nadie en la tropa
cometió la imprudencia de hablar.
Tropa:
solo tanta arma y munición encajonada demorándose en
las carretas justifi-caba llamar tropa a ese montón
indisciplinado y desparejo que traía semanas y semanas
de marchar, montar, apearse, en-sillar y volver a
montar, solo para volver a juntarse y tratar de empezar
otra vez.
¿Cuántas
semanas ?
Si
alguno tuvo voluntad de ir llevando la cuenta supo
guardarse el número y ni cuando las conversaciones daban
lu-gar para lucirse con la cifra y amargarle la noche a
todos dejó entrever que la sabía y que no la
decía por respeto.
Se
conversaba siempre en la comida de la noche. Se
apro-vechaba la poca luz de los fogones para platicar
sin que alguien, por escudriñador que fuese,
pudiera descubrir de la cara del que iba hablando, o del
que oía, los pensamientos verdaderos que no se dicen en
la conversación.
Y
la hora del sueño ayudaba: se podía platicar confiado
en que al momento de no querer oír mas, o decir mas,
es-taba a mano el pretexto de caerse dormido y Dios
Guarde que mañana será otro día.
Volteaba
el sueño y todos se dejaban voltear y mas cuando se
andaba cerca de la cuestión de cuántos eran y del
tema de de con cuántos mas sería menester
contar y el de cuánto sería que faltaba en meses o
años, en tropa o armas, en caballos y en
plata, o en voluntad y en muertos, para la hora de
ganar, o para lo que cada uno pretendiera.
Ganar
era lo que querían los mas, que eran los mas ilusos. Los
menos, ya desde antes de arrancar querían ganar pero se
contentaban con perder siempre que les dieran ocasión de
per-der al modo propio y no al que elijan los
favorecido por la fortuna de ganar.
Los
cuándo, cuánto, y el ganar y perder eran
los temas "que ni nombrar". Todavía se dice de
ese modo en muchas partes.
Y lo
que "ni escuchar" era lo que agobiaba: hablar
de las criaturas, las mujeres y las haciendas
quedaron atrás y de co-sas parecidas que no
conducen a nada. Tal esa cantilena del que venían
lla-mando El Marinero desde los primeros días de
marcha.
Porque
siempre repetía lo mismo: que años y años revistó en
la flota de mar y que en la flota ésto o que en la
flota aque-llo o que ellos en la flota de mar
solían hacer tal o cual otra cosa de tal o cual manera y
nunca pudieron pasar dos noches sin que alguien tu-viera
que mandarle que pare de una vez de
contar y de estorbar y que deje dormir la tropa.
De
día, uno que por dormirse oyéndola la voz
del mari-nero se le había convertido en un mal
sueño, le ro-gaba por el Sacrosanto que la
termine con la historia de que en el mar los que mas
cantan son los mejores marineros y que se guarde para él
solo el cuento de que en la flota no es como en el campo
y en los pueblos, que en la flota de mar se toma menos, y
que entre los marinos el que mas canta nunca es el
borracho, porque al revés: mejor y mas dispuesto a
bordo se muestra un perso-nal mas canta y menos chupa y
porque, igual que en todos lados, en el mar el tomador
le esquiva el bulto a la pelea y en el peligro se
ve bien que los que toman se achican primero que
nadie.
Y de
noche, a la hora de contar, le co-piaban los dichos y
hasta la manera medio goda de hablar con zetas para
anoticiarlo de que ya todos se sabían la cantilena
de memoria.
En cuanto
amenazaba empezar algún imitador le ga-naba el
turno y, poniendo voz de bastonero de circo,
antici-paba:
Para
esta velada anunciamos a la digna concurrencia de damas,
clero, nobiliario, gente de armas y chinas de
culear que habre-mos el honor de oír a quien
ha visto falu-chos corsarios llenos de
hindús y chinos iguales a los que la
Britannia dio de escolta a San Martín, que mas
semejan lazareto de leprosos o quilombo de
remate de esclavos que a cosa de utilidad para la guerra
y ha tripulado naves insignia con gavieros a proa
que calzan botín de caucho y ostentan uni-forme de lana
inglés bordado en hilos de oro y dará fe de que por
igual en ambas barcas como en toda nave de mar
cualquiera sea su en-seña, mas canta el marinero,
mejor marino es y mas se lo res-peta a la hora en
que a bordo se reclama personal que sirva...
Copiándolo,
los imitadores agrandaban la boca cuando les tocaba decir
la aés y la és, y tanto ceceaban que se sentía
"abodo ze nejzezita pesoall que zirja..."
Y
a fuerza de copiar la forma goda de hablar de los
mari-nos mezturaban una que otra voz lusitana en las
frases mas lar-gas y hacían sonar las zetas mas
fuerte que cual-quier español que, por descuido,
hayan dejado vivo los ejércitos de la Patria.
Pocos han
de quedar, si queda alguno, de los que supieron recibir
al Capitán de San Martín cuando bajó por
pri-mera vez de la fragata inglesa y lo escucharon
hablar como un godo.
Y
no ha de haber muchos vivos que pudieron oírlo cuando
fue General de estas Provincias y Gran
Libertador de América y ni zetas ni eshes se le
escapaban. Si hasta los mandos de
batalla los profería estirando el labio para que
ni oés ni ás sonaran como en la voz
de un monárquico hidemilputas.
Valiente
y puro sacrificio fue el puñado de criollos que se
alistó en las naves de Brown y de
Bouchard sin conocimiento de en dónde se metían.
Las que pasaron en esas goletas de tablo-nes podridos,
calafateadas a lo bestia por gauchos y peones de
herrero y mandadas por corsarios sin Dios, ni patria, ni
respeto por la gente, obliga a tolerarles mañas y
salvajadas a los pocos que pudieron volver.
Pero
hasta en esos patriotas disgusta ésa ínfulas de
hablar como asesinos virreinales: ni para burlar a un
loco habría que permitir que un criollo
hable así y revuelva a sus paisanos los tiempos en
que el que el monárquico se creía mas y se
jactaba de que siem-pre esta patria iba a seguir
dejándose pisotear.
Pero
la pampa que endurece al hombre en tantas cosas en
otras lo hace mas blando y lo distrae. Por eso
que hablara igual que uno de la flota era lo
último que le amonestarían al
marinero. Lo primero era lo peor de aquellas noches: su
repetir y el agobiar repitiendo tanto y cansando.
A él que
lo copiaran y burlaran no parecía bochornarlo. Mismo
cuando la tropa, meta risa y palmada, estaba festejando a
algún imitador, podía apersonarse ante cualquiera
a pedir un chala, o el yesquero de llama pronta para
prender un chala o un tabaco enrollado que algún
otro le convidó: ni bochorno ni nada parecía producirle
la burla al hombre.
Y
menos enojo: igual que todos por esos días era
capaz de perdonarle lo peor al otro con tal de que no
fuese un flojo, un fe-deral con tirador de plata, o
un salvaje unitario de librea de tarciopelo y cachete
entalcado.
Si
cuando se empezó a oír que había unos que andaban por
ahí comprando caballos y encargando reservas y
encurtidos con el plan de empezar otra vez el
marino se compareció en la capilla de Flores entre los
primeros y ahí mismo donó unas li-bras de plata
que debía ser todo lo que tuvo en la
vida y re-clamó que le tomasen
juramento y lo contasen como enrolado porque, sin
eso, le dijo al escribiente, y sin arrancar
en la primer partida que saliera a juntarse para empezar
de nuevo, nunca mas iría a dormir tranquilo.
Y
ahora justo venía a ser él lo que no dejaba dormir en
paz a la tropa. Mejor dicho: sería él o causa de
él porque si no empezaba él con la cantilena
desde lo oscuro saltaban las voces que se le anticipaban
para burlarlo o in-citarlo.
No bien
hablaba uno poniendo voz de godo marinero quien
siguiera despierto lo festejaba y se reía. Casi todos
reían cuando escuchaban a un imitador
diciendo o cantando. En cambio si se lo oían a él al
revés: agobiaba, daba como una tristeza y rabia y
al mismo tiempo y ganas de que se calle de una vez.
Él no
festejaba burlas ni imitaciones. Pero escuchaba atento y
al reflejo de algún fogón o al relumbrar de la brasa de
un chala que pitaba ávido daba la impresión
de medio sonreír.
Y
si hablaba era para corregir algo que le estaban copiando
mal. Mas que enfadarlo parecía que se daba por
satis-fecho con que se escuche lo que quiso decir aunque
diera a reír a todos y aunque el que lo repetía se
estuviera burlando y no creyese nada de lo que le
copió.
Había uno
con jeta de mazorquero y que por eso mismo lo
llamaban Mazorquero aunque se conocía que fue
procurador con diploma en Chuquisaca y hasta la víspera
del día que pidió juntarse con los que iban a volver a
empezar figuró como letrado de la Legación del Litoral.
Poco que ver con mazorque-ros, pero, en el fondo, las
ideas son casi las mismas: vivir de los
gobiernos.
Fue el
que mas le discutió la primeras veces, cuando
todavía pensaban que valía la pena discutirle, y en
esas últimas noches era el que lo imitaba
mejor.
Poniendo
voz de ceremonia para destacarse y que lo
oyeran, recitaba el Mazorquero:
Y
que ningún criollo vaya a sentir que no haberlo sabido
era ignorancia, porque nuestro invitado, antes de servir
en la flota de mar era también de los que se
creían que cantos de marineros como el
"Boga Boga" o el "Mi Bonito Se Fue Por Los
Mares" que las gentes entonan sin entender eran
güevada que cuanto mas se las escucha mas güevada
parecen. El sabe bien decía y, alumbrado
amarillo por la linterna de parafina, señalaba a la
os-curidad cuánto cuesta meterle en la
cabeza a un milico pue-blero o a un pajuerano de
fortín que los viejos ma-rinos no exa-geran cuando
hablan de que al canto de los marineros nadie lo va a
en-tender del todo hasta que padezca algún naufragio o
una desgracia grande de mar...
A esa
altura empezaban los gritos desde el oscuro:
¡Naufragio
! ¡Transnluchada impestuosa ! Podía oírse
una voz.
¡Vías
de agua en el codaste que no hay quien pueda, no hay
quien pueda, no hay quien pueda... Reparar.. !
Canturreaba otro.
¡Veráis
cuando la nave encalle y tengáis que abandonalle..!
Decía alguien mas y parecía la amenaza de un
fraile loco.
Hasta
la rocas, hasta las rocas os lleva el mar... Era lo
único que sabía decir el domador chileno de voz
finita. Y siempre lo repetía.
¡Que
hasta las rocas arrastre la corriente al marinante y
hasta las bolas se entie-rre entre las olas el que le
cante..! Ese era otro chileno, medio borracho pero
buen payador.
Y
pocos acertaban con la gramática arrevesada del marino.
Si hasta se podía oír:
O
hacerois encallar en la costa o dejarseis llevaros por
las corrientes hasta que las rompientes de las rocas del
mar le naufragareis..
Y así
seguían hasta que el mazorquero, o alguien con mas idea
y condiciones de imitador, copiaba una de las frases que
mas le gustaba lucir al marino:
¡Hasta
que una tormenta desarbole ñamave y la escoree tanto que
las olas se desmadren direictiño a la bodega
y el hombre sepa que todo se termina, no se hará
carne en nadie la veraci-dad del canto del marinero en
estos tiempos de urbe toda alumbrada a gas y puro
ferrocarril y güinchisters de repetición..!
El marino
nunca había nombrado güinchisters ni reilgüeis.
Al
fusil él lo llamaba "rifle" como los
godos. Y a lo que ahora empezaba a nombrarse
"trenes" le desconfiaba tanto que si una vez
los mentó, les habrá dicho "convoys" a
la manera de sureños y brasileiros.
Pero
el mazorquero, como la media docena de docto-res y bardos
que siempre andaban revolotéandolo, estaba envenenado
con-tra las máquinas y no desperdiciaba la
ocasión para decir lo suyo antes de cerrar con un
alarido que parecía en verdad grito de mazorquero y
despertaba al mas cansado:
¡Oid
carajos..! ¡Escuchad ahora al hombre y no vayáis a
creer que lo que habréis de oír es bolazo venido de
dichos que cuentan los sa-baleros de la boca del
Río Reconquista..!
Sabaleros
son los que viven en ranchos horcajados en postes de
sauce en las orillas del zanjón del puerto.
Zarpan
de noche en sus falúas para tirar la red y levantar su
pesca: sá-balos rechonchos cebados con las sobras
que la correntada arrastra desde los mataderos. Al
sábalo lo venden para hacer jabón de gelatina y velas
fi-nas a las perfumerías y parece mentira que los
franceses pidan para hacer sus velitas sin olor algo tan
hediondo como la pescadera que cargan esas carretas de
sábalo, que, de mañana, cuando suben la barranca
de El Retiro, hasta el mercado de la Victoria llega
el olor a sábalo podrido, no importa el lado para el que
vaya el viento.
Pero mas
que de la pesca, el sabalero hace su plata por los
chelines que junta en el fondeadero cuando llega una
tempo-rada de carga.
Basta
que entre un barco británico para que salga el sabalero
a darle servicio y así se pasa días rema que te
tema parado en la falúa y cantando shangós de
negros para darse ánimos y no quedarse dormido mientras
carga, descarga o le hace alcahueterías a la
oficialidad.
Boga
parado mirando adelante como postillón de carroza y en
épocas de carga se lo ve ir y venir día y noche
con las falúa atosigada de ferretería británica y
cajas con ajuares de contrabando para las tiendas.
Si
lo arrastra a una leva, el sabalero entra al
cuartel contando como propia cualquier historia que le
sintió decir a un marinero o a un peón de muelles que
como él mismo nunca tripuló nada mas allá de los
playones de Quilmes, o de la Banda Oriental del Uruguay
en el mejor de los casos.
Bastaba
que mentasen los sabaleros para que el marino saltara a
corregir y arrancara de nuevo con su cantilena de
la flota.
Y
entonces sí mas de uno, deseoso de dormir y encarpado
hasta la coronilla bajo su poncho, habrá pedido al cielo
que se muriera de una vez, o que se murieran todos de una
vez para no escuchar mas y hundirse por fin en el
fondo de algún pozo sin ruido.
Muerto,
por milagro, hasta el momento, nadie había muerto.
Y que
se muera, mas que a ninguno se le debió desear al
cordobés que perdió un tobiano, el potro que el
fraile de Mercedes donó para que le entregase como
prenda al cacique si se daba la necesidad de apaciguarlo.
No
maten pampas, no se dejen matar por un malón,
esténse siempre bien lejecitos de la indiada... Y si les
cruzan sean mas amistosos que ellos y van a ver que se
los ganan... Dijo el de sotana y se entendió
que quería decir que cuidasen la pólvora que el Señor
la creó para apurar al infierno a los herejes de Cristo
y al Sanguinario Hispánico y no para
asesinar salvajes que, según él, eran los inocentes mas
preferidos de Dios.
Buen
domador, el cordobés venía encargado de cuidar los
pingos de remonta, pero chuzándolo para mostrarle a una
china el corcoveo del potro, en una distracción le
permitió escapar. La caballada estuvo arisca toda la
jornada y pasaron muchos días y al desmontar y reunir
los pingos antes de hacer noche seguía sintiéndose la
falta de ese brillo nervioso del tobiano del cura.
Y
quien por recordar al potro y su pelo lujoso y quien otro
por acordarse del fraile, todos habrán rezado alguna vez
pidiendo que el cordobés se desnuque en una rodada
o que le caiga encima del cielo una de esas piedras que
pasan de noche ardiendo y van a dar al valle de los
cometas entre las sierras de Tandil.
Hasta
dormido se le deseó la muerte. Y a nadie le
pareció que la espantada fue una tontera de
momento, ni un accidente que a quienquera le puede
llegar a ocurrir. Pura maldad, pensaban todos.
En
cambio bastaba que el marinero cerrara la boca o
que se apartara a la vanguardia cuando las bestias
olisqueaban salvajes cerca, para que nadie le deseara
daño y todos lo respetaran, igual que cuando estaba
dormido, manso.
Era
uno de esos que, haciendo, convence mas que con cualquier
cosa que se le oiga decir, pero como nadie puede cerrarse
las orejas basta que abra la boca para que la gente
sople y busque verle la cara a otros para mirarse
compadeciendo lo que van a tener que aguantar.
Pero la
vez que se le oyó gritar:
¡Por
el sol..!
Y
mas cuando para explicarlo refirió que
hasta el pirata menos disciplinado sabía que
viendo de dónde salió el sol bastaba orzar o
derivar conforme al viento para rumbear al lado contrario
del horizonte y así ganar el oeste, que en
el Mar Sur siempre va a dar a tierra firme, los que
entendieron dijeron sí. Y los mas cavilosos se dieron a
pensar que, de tarde, mirando el punto por donde baje el
sol, tendrían noticia justa de cuanto se fueron
desviando por no tener en esa pampa nada hacia lo
que enfilar y por las propias distracciones
que comete el hombre cuando anda medio desorientado.
No sé
si se comprende, pero esa noche a todos les resultó tan
atinado que les nació como una gratitud con el marino,
mas no por eso iban a dejar de escaparle cuando amenazaba
empezar la canti-lena, ni dejarían de festejar a los que
se burlaban, que cada día eran mas y que el hombre
escuchaba como si se rieran de otro.
Aunque
pensándolo mejor, si por las risotadas entendió que lo
estaban burlando, no es de descartar que se diera por
contento con que sus dichos se repitan y que cada
quien lo tome como quiera tomarlo, puesto que para
eso debió haberlos repetido tanto.
Mirar de
dónde sale el sol: quien mas, quien menos, todos se
habrán dormido reprochándose por qué esa idea no
se les cruzó por la cabeza a ellos.
Pero
por cuerdo que sea el hombre, él propone las cosas
y es siempre la desgracia lo que termina
disponiéndolas.
Así
en los pueblos como en la pampa, o al menos en esos lados
de la pampa y en el tiempo contado desde la noche
en que el marinero gritó la idea del sol, y hasta cuando
ya nadie mas la quiso recordar, el sol nunca nació desde
ninguna parte.
Amanecer
en esa pampa quería decir ver de
repente que el cielo negro se iluminaba y que bien alto
arriba se le formaba como una cúpula de fuego
anaranjado.
Por
ahí debía andar ubicado el sol, pero tan lejos, y a tal
distancia del piso del horizonte, que para
averiguar por donde había empezado a levan-tarse,
un hombre iba a tener que aguantarse quieto todo el
tiempo, mirándose la sombra y clavando una cañita cada
media hora para después seguir con un solo ojo la
línea de cañas o de estacas, que, si había
una lógica en todo eso, tendría que acabar
apuntando justo al sitio donde debió haber
iniciado su recorrida el sol.
Venía
a ser una cuestión de paciencia: justo a esa
altura de la marcha cuando a cual-quiera se le
podía pedir de todo menos paciencia.
Al
principio se habló de tener hormiga y la tropa se
dió a decir que tenía hormigas, pero des-pués uno
habló de que tenía lagartijas, vino otro que por
gracioso lo agrandó mas y dijo que él tenía una
culebra, otro figuró que el tenía serpientes yarará y
al final varios terminaron diciendo que sentían
potros cimarrones galopándoles. Cada quien lo
agrandaba como podía buscando la forma mas graciosa para
decir que sentían un movimiento incontrolable de algo
animal, justo en ese lugar, en el culo.
Venia la
luz y ni matear buscaban. Pensaban nada mas que en
arrancar y avanzar y ni tiempo se daban para discutir
desde cual rumbo habían venido a dar al sitio donde les
tocó hacer noche: saltaba uno y señalaba un lugar con
su rebenque, y en cuanto terminaba de ensillar y alzar
las cosas, todos apuntaban para ese lado sin que nadie se
lo discutiera. Por instinto, los caballos caracoleaban,
resoplaban y sacudían las crines tascando el
freno y dándose ímpetus para salir galopando en
esa misma dirección.
El
plan de sol, para los que pudieron entenderlo, decía que
cuando el sol se pusiera el lugar mismo donde lo viesen
desaparecer, iría a enseñar la corrección, o sea, lo
cuánto se habían venido desviando del rumbo a lo largo
del día.
Pero
tal como salía el sol también la noche bajaba de
repente, como si además del sol, a todo lo que había
sido luz y camino se lo hubiera tragado aquel vacío de
la pampa.
Ese
vacío que mas de uno pensó que iba a terminar
chupándoselos a todos.
Y no
de a uno en uno: a todos de una vez, tal como venía
haciendo con el sol y como el día menos pensado
estaba por hacer con el verano, con las chatas cargadas
de cajas de fusiles y munición que siempre se demoraban
y con todas las cosas, menos con esa tierra de pasto tan
igual legua a legua y semana tras semana, que era
imposible calcular como podrían hacerla desaparecer.
El sol
arriba, la tierra abajo, y adelante mas tierra igual. De
noche y todo alrededor, la pura oscuridad y el picoteo
lus-troso de las estrellas techando.
Atrás,
uno que otro quejido de hombre en sueños y el griterío
salteado de las chinas, que ahora que na-die se arrimaba
a pedirles servicio, hacían ruido entre ellas para
que se creyera que algún hombre había vuelto a
solicitarlas.
Ya
tendían miedo de que por no necesitarlas, una mañana
los hombres les quitasen la carreta y los pingos y las
dejen ahí para que se las lleven los salvajes si antes
no las prendía fuego el sol o las helaba la primer
no-che del invierno que debía estar pronto a venir.
Pobres
chinas: de tan montadas por milicos
puebleros, debió habérseles hecho una doctrina el miedo
al indio, y ni se les cruzaba el pensamiento de que
en la toldería no la iban a pasar peor que
carreteando siempre media legua o media hora atrás de la
tropa.
Porque
seguro los salvajes las solicitarían menos salteado y
las obsequia-rían mejor que estos que mas ganas
tenían de llegar y jun-tarse con los que iban a
volver a empezar, cuanto mas seguros estaban de no
estar yendo hacia ninguna parte.
Huellas,
jamás ni una pudieron encontrar.
¿Quién
no tiene oídas historias de baquianos que encuen-tran
huellas donde nadie las supo ver, y van
marcándolas cortando yuyos mordisqueados por la
hacienda de un rodeo, mostrando raíces
pisoteadas por un potrillo de dos meses, y
confirmándole al descreído que andan siempre en lo
cierto anticipando cuando tendrían a la vista una res
carneada por la tropa, o un rescoldo de leña de
una fogatas y señalando lejos el sitio donde
tendrían que aparecer esos montones de bosta en
seguidilla que marcan el lugar donde pampas o
cristianos estuvieron haciendo noche..?
No tenían
baquiano. Habían pagado un baqueano que comprometió
esperarlos en un puesto de la estancia de Duarte, atrás
del bañado de Tortugas.
Pero
cuando pasaron por el puesto encontraron a una
india feísima con que tenía un solo
diente arriba. Era la mujer del
baqueano.
Parecía
vieja. Temblaba toda por el miedo. Pero si había parido
esos dos chicos, que decian ser los hijos hijos del
baquiano, tan vieja no debía ser.
Cuando
pudo hablar, dijo medio en castilla medio en pampa, que
los que le pagaron al marido habían pasado muchos días
antes, que el jefe era un coronel y que la
comi-tiva de mas de cuatro manos serian
cuarenta con carretas y mucho gauchaje a la rastra
había rumbeado de prisa al sur porque hacían
posta esa noche misma en los corrales de Bue-nos
Aires.
Empezaron
a creerle cuando les mostró un tirador con las mo-nedas
que había dejado el coronel: libras británicas y
pesos fuerte con cuño de oro, mezcladas con muchos
cobres del Paraguay y contos dorados del Imperio del
Brasil.
Muerta
de miedo, quería devolver el tirador y dejarles el
mayor de los críos que les juró que ya era muy baqueano
y hasta mejor peleador que el padre.
Contenta
ella y triste el chico quedaron cuando nadie aceptó
sacarle las monedas y todos se jactaron de que se las
iban a arreglar sin baqueano.
Después,
cuando se vio que ni uno era capaz de descubrir huellas
ni de adivinar cosas conforme el estado del pasto,
unos se lamentaron no haber traído al chico, y
otros los consolaron hablando de que estaban mejor
así, porque con tan mal ánimo ningún ba-queano les iba
a durar y a la primer desesperanza le iban a cargar
la culpa de todo y ya estaría degollado, o tan
enemis-tado que los iría arreando directo a donde
olfateara que podía estar el malón.
De
las mentadas marcas en el horizonte el palo, el
árbol, la lomada, el pastizal de un color diferente:
todo lo que se en-seña en la milicia ni una vez
alcanzaron a ver ejemplos en tantos días de
marchar ilusionados con el punto de encuentro.
Casi
seguro muchos habrán pensado en el viento. Y mas por el
rencor que les quedó después del entusiasmo con
el método del sol.
Sin
exagerar ni un poco mas: aunque pensar, lo que se dice
pensar, es algo que se le podía atribuir a
pocos de los que tuvieron idea de
volver a empezar, y casi a nadie entre los
que se les fueron agregando, no es difícil que alguien
también haya pensado en el viento.
Porque
esta pampa te hace cavilador: será la
forma de mar-char, que a los pocos trancos acompasa a
hombres, montas y animales de carga. O por el
silencio de las paradas.
¿O
por la tanta luz que palma y no bien se hace
el oscuro, comés algo y te caés dor-mido
hundiéndote ahí como cascote en la la-guna..?
Cascotes
no. Y mucho menos piedra: ni una se alcanzó a ver
en tantos días de marcha. El suelo siempre igual:
pasto y mas pasto. Y hurgando bajo el pasto,
terrones negros y tan secos que no se entiende como se
las compone el yuyal para guardar un verde tan
fresco que se nota por el en-gorde de la monta y de la
carne de reserva mas que con los ojos, que se
acostumbran rápido a ver verde y todo puro verde hasta
que el sol se esconde y no se ve mas nada.
Ya en
una de las primeras noches, ya punto de dormirse,
alguien hablaba de dar gracias al pasto porque si no ya
habrían clavado guampa en la tierra, y cuando desde lo
oscuro sonó una voz diciendo que a ese pasto lo regaba
el rocío, y, aunque nadie había visto rocío y nunca un
poncho amaneció mojado ni con ese olor a bicho que
le vuelve al pelo de la vicuña con la humedad, se
dijo que el hombre debía tener razón.
Varios
se habían dormido. Se oía roncar de un lado y de
otro, y después la cantilena del de la flota que había
cantado por primera vez:
"los
boniiiiiitos barcos del asia...
los
boniiiiiitos barcos de aquí...
alguno
me llevará lejos,
lejos,
muy lejos de ti....
bon
bon,bon bin
bonita
no llores por mi..."
Cantaba
para el solo: nadie lo quería oír. Pero en aquellos
primeros dias de marcha después de resignarse a tantas
cosas con tal de ir a juntarse con los que querían
empezar otra vez, era mas fácil tolerarlo que encontrar
voluntad de pedir que se calle, hasta cuando se ponía
mas pe-sado, cambiaba de tonada y poniendo voz
gruesa de africano repetía:
"que
mal... que mal.... que mal
que
mal armé mi barco...
la
proa parece un balcón...
a popa
parece zapallo...
las
velas parecen cartón...
y el
mástil, el mástil...
que
mal armé mi mástil...
parece
rezarle al tifón
que
venga que venga
que
venga el temporal
y el
barco malarmado
se
vaya al carajo en el mar..."
Alguno ha
de andar todavía vivo capaz de recordárselo mejor.
Tanto
repitió el canto en esos primeros días de marcha que
antes de que le quedara El Marino, los que no le sabían
el verdadero nombre Esteban le decían
"malarmado", y los mas puercos "el
malarmeado".
Ahí en la
peor la oscuridad cada cual sabía bien donde tenía su
poncho porque lo que empezó como una fila tipo mili-cia,
con cuerpos estirados a la par todo a lo largo de un
po-trero, los pies para el lado de los carros y la cabeza
apuntando del lado del fogón, había terminado formando
ese redon-del, que era cada vez mas respetado y cada vez
mas se parecía a un círculo dibujado, copia del
horizonte igual que los tenía siempre en el medio, dando
vueltas y vueltas, camino de borrachos.
Borrachos
sin tomar. Por cansancio, por pampa y por
desánimo: tres venenos peores que el peor aguardiente y
que a cada quien le producía el peor efecto que su vida
y los daños que debió haber hecho en su vida lo
hicieron merecer.
En un
lado, los mas juiciosos se resistían al
sueño y no era fácil hacerseló reconocer pero
igual que a éste que cuenta, algo del canto del marinero
se les clavaba en la memoria, y anticipaban con la mente
las repeticiones de palabras y estribillos de versos
pen-sando que alguna vez, bajo un alero en un
rancho, o ha-ciendo noche en una tierra mas amistosa,
tratarían de cantarlo.
Eso, a
condición de que no hubiese presente alguno de los que
ahí estaban ca-yéndose dormidos, para no llevarles un
mal recuerdo.
Se
sentía alguna puteada contra el marinero, y la voz
zeceosa vol-viendo a empezar:
"no
me gusta la carne
no me
gusta los libros
me voy al mar, me voy al mar
no me
gusta la gente
no me
gustan las casas
me voy al mar, me voy al mar
ni
esa hembra ni ese crío
ni el
jardín ni la estufa
son
para mi...¡ me voy al mar !
prefiero
las tormentas
prefiero
naufragar
porque
ahogado en el fondo
sabré
cantar sabré cantar"
¡Putas
que los parió al marino.. ! ¡Se me pegó el cantito..
!Protestó un teniente chiquilín, como que hablaba
para si, pero a la par de unos criollos que le habían
hecho custodia en una avanzada.
Se
contó que lo había dicho sin rabia y que con medias
pa-labras les dio a entender que cada vez que
montaba y aflojaba las riendas empezaba a sonarle dentro
de la cabeza "mi boni, mi boni, mi boni".
Que el
pingo, el suyo o cualquier otro de remonta que
ensillara para darle un respiro a su zaino
también parecía conocerlo y moverse marcando el
paso del cantito. Y que ni trotando ni galopando
dicen que se quejaba conseguía parara
de sonarle dentro de la cabeza y en las patas del
pingo.
Por
maldad o por vergüenza, nadie lo quiso consolar y
se murió mucho después, lanceado por la
caballería del Imperio y sin saber que a muchos
les estaba pasando igual, pero que no tenían las
bolas colocadas como tendrían que estar para reconocer
que a ellos también se les había metido.
Por
ahí alguno, rezagado o medio alejado de la formación,
se lo habrá dicho a su caballo en secreto.
Pero reconocerlo era tan difícail como hablar de que no
estaban haciendo mas que dar vueltas y vueltas al eje de
la noria invisible del medio de la pampa. Estirando un
cascarón de yuyos. Un pedazo apenas de la Ceación que
dejó Dios nada mas que para que ellos y uno que otro
arau-cano siguieran vivos, ignorantes de que ya había
pasado el fin del mundo.
Guardarse
para uno mismo la tonada o los versos que se le habían
pegado para siempre, y hablar de formas de estar segu-ros
de ir en línea recta aunque sea por una jornada, era la
única manera de dar a entender que uno también estaba
sintiendo algo parecido.
El que
dos noches seguidas soñó que había un viento que
quebraba mástiles altos y anchos como la torre de la
catedral, y nunca en su vida había visto un mástil,
habló del viento.
Se
dijo que amaneciendo el viento era fresco y, tan fuerte,
que era capaz de mantener un poncho medio acostado en el
aire. Que después iba bajando hasta que apenas
daba para que flote el gallardete de la
escolta y que, cuando todos querían parar por el
hambre y ya la luz que del mediodía que
encandilaba no permitia ver mas, el viento ni se
sentía, la bandera caía pegada a la tacuara y
bajo las sombrillas de ponchos que se armaban para
matear y masticar el charqui de mediodía se no-taba que
el humo del fogón del mate y de los cigarros
de chala se iba derecho para arriba.
Hacia
arriba: no al cielo, porque esos medio días el
lugar del cielo lo ocupaba una plancha de luz con un
centro re-dondo amarillo quemante, que debía ser
el sol.
Cuando
después del mate se siesteaba, y después, cuando
a empezaba la segunda posta de la jornada, el
viento volvía a empezar y seguía creciendo hasta que se
hacía noche y como dormían tanto, nadie sabría hasta
que hora seguía aumentando, ni a que hora empezaba a
aflojar.
El
último en dormirse nunca debió llegar a mas de tres o
cuatro mates de los primeros ronquidos, o a la
tercer pitada, en esos días en que quedaban tabaco
y chalas para armar.
Los
que oyeron esa conversación del viento, no bien se hizo
la luz lo hablaron con todos, y hasta el momento de
palmar como muertos sobre los cueros no se habló ni se
pensó en otra cosa.
El
viento es lo menos de fiar que hay...
Cabildeaban y en eso estuvo de acuerdo hasta el
marino.
El viento
no es de fiar, es puro aire y puede ir para
cual-quier parte.
Allí
seguro que le pasaría como a ellos: arrancaría
yendo para a cualquier parte y de a poco iría
cambiando la di-rección, según las horas y según vaya
a saberse por cuál otra razón si hubiera alguna
razón en las cosas.
El
marino aprovechó para volver a la cantilena de la flota
y dijo que en el mar el viento cambia y arranca del norte
y termina viniendo del sur en días normales.
Cuando hay tormentas, da vueltas desde el este al
oeste y al norte y para ver de donde viene da a lo mismo
mirar la brújula que mirar como llueve porque si
está dejando de llover y refresca, seguro ya esta
viniendo desde el sur, y si sigue caliente el aire seguro
viene de un sitio entre el norte y el este.
Allí
tampoco se comprendió la explicación, pero oír la
palabra brújula y empezar todos a putear
contra todos por no habérsele ocurrido a nadie traer una
brújula fue casi lo mismo.
El
marino apaciguó a los recriminadores cuando dijo
que nunca a nadie de la flota se le ocurrió llevar
bolas las bolea-doras ni rebenque a los
barcos, y por eso a ellos le su-cedió lo mismo.
Eso
sí se entendió pero por el calor de la siesta o por la
rabia de no tener brújula y llevar en cambio tanto
re-benque al pedo, ninguno lo festejó como un chiste, y
si pudo haber habido uno que lo escuchó como chiste supo
aguantarse las ganas de reír.
Ni hablar
de las estrellas. Todos sabían reconocer las Tres
Marías, el Lucero y la Cruz del Sur. Pero ahí caía la
noche y al mismo tiempo que el Lucero tan verde,
aparecía blanquísima y bien alta la Cruz del Sur con
los brazos apuntando a los lados, el pie hacia abajo,
hacia la propia pampa, y la cabecera apuntando hacia la
parte del cielo donde no había ni una estrellas y
debía ser sur del firmamento.
¿Pero
de que iría a servirles conocer ese sur, que
aunque de día se lo pudiera ver y se mantuviera todo el
tiempo a la izquierda de la formación, si giraba,
y tal como pa-recía girar, los haría hacer girar
también a la par a ellos.
Y si
como la cordura invitaba a pensar se quedaba quieto allí
en su lugar: ¿No iba a tenerlos para siem-pre,
igual que ahora, girando alrededor de algo que, por mas
alto o lejano que fuera no podía impedir que
giraran y no parasen de girar y girar..?
No pensar,
mejor.
Buena
señal fue que cada vez mas seguido aparecieran
osamentas. Y en cabezas de vacas y caballos
blanqueadas por tanto tiempo al sol casi siempre se
encontraba un nido de hornero recién terminado.
Eso
algo debía anunciar, aunque el yuyo seguía siendo el
mismo, siem-pre igual, y ni señales de arroyos,
lagunas, montes, taperas, ni cosa que se pareciese
a restos de fortines
Los
pájaros, pobres bichos aquerenciados donde ni árbol,
ni poste, ni piedra elevada hallan para
anidar, se conforman con lo único que sobresale un poco
de los pastos y empo-llan huevos y pichones al alcance de
culebras, cui-ses y sabandijas de la tierra que ya
han de haberse hecho un vicio el gustito del ave pichona
y sus huevos.
El
pasto seguía igual, pero nunca faltaba uno a quien le
daba por decir que estaban pasando por un brocalón de
tierra blanda, y pretendiendo que todos vieran pasto mas
verde y fresco, detenía a la tropa
para cavar y rabdomar y probar que ahí nomás
había agua.
Eso
pasa por tanto oír historias sobre travesías con sed y
de campañas donde la sed hizo mas muertos que la
indiada, la peste, y el salvajismo hispánico. Pero
sobrando tinas de barro y toneles de pino con agua
buena de Córdoba no había mas razón para
atrasarse leguas que darle el gusto a uno que se sintió
en el deber hacer noticia.
Acá
sí...
Siempre
había uno que le daba la razón al que se encaprichaba
en demostrar que era tierra mas blanda, pasto mas fresco,
yuyo mas verde. Y siempre se formaba un pelotón
que los rodeaba y les decía que no vieran visiones
y que miraran siempre adelante, para no terminar de
volver loca a la tropa.
Otros
veían un humito, lejos, siempre en el horizonte. Al
principio, se apretaba el paso, algunos arrancaban a
galopar, las chinas y los reseros que venían a cargo de
los animales de carnear empezaban con alaridos y
reclamos porque no querían que los de buena monta
los dejasen atrás, y cada humo que se creyó haber
visto se producía una reyerta y a la noche, calmados los
ánimos, todos, menos el que dio la voz de alarma
terminaban reconociendo que no habían visto nada.
Volvieron
a encontrar una calavera de caballo con su nido de
horneros.
¡Pobres
bichos ! Habló alguien.
Al
menos vuelan... Le contestaron.
En
el fuerte de Montevideo, cuando el sitio, los franceses
subían en un globo de colores, a vapor de
carbón...
¿Alguien
lo vio a eso?
No...
Yo lo sentí decir a las tropas de López y Lamadrid
cuando vinieron a hacer diana en el funeral del
gobernador...
¿Y
lo creistes vos..?
Y
si.. Les creí. ¿Que mi costaba creír? Hablaba
así el del funeral para que no se le notara la tonadita
paraguaya.
Yo
globos vi subir, fueron tan alto arriba que ni se vieron
mas, pero eran nomás así de grandes...
señalaba con la vaina del sable patrio como
una carpa de carreta a lo mas...
Con
globos de esos podés subir y ver de lejos todo lo
que haya...
En
esos que yo vi, que eran así volvía a
señalarno cabía un francés ni nadies...
Si
hicieran globos grandes se podría ver...
Mierda
verías aquí...
Pasto
y mas nada, verías aquí...
Cansados,
sabiendo que de un momento a otro iba a oscurecer,
a uno que le había dado la locura de apartarse
encontró una cagada y se apareció al galope gritando:
¡Mierda!
¡Mierda! ¡Mierda!
Y
despues dijo señalando a un lado:
¡Vi
mierda! ¡Yo hallé mierda allí ! ¡Menos de media legua
de donde estamos ahora..!
Todos,
hasta uno que no entendió, se le arrimaron y desmontaron
para abrazarlo, y a los que se fueron arrimando al
llegar apelotonamiento de caballos apeaban
y los abrazaban y les repetían "mierda
mierda", locos de contentos.
Esa noche
salían del oscuro voces que hablaban, sin saber bien con
quien, porque tendido culo arriba y encarpado en el
poncho es difícil que se te reconozca por la voz.
Fresca
al parecer era, uno que andaba bien cerquita debió ser
el que la cagó...
Lástima
nos haya desertado el baquiano...
Lo
engañaron... Seguro que los que dejaron el tirador con
tan-tas libras eran los Nacionales...
De
ser así quiere decir que alguno fue y contó...
¿Que
lo contó a qué ?
Que
íbamos...Que veníamos.. ¡Que vamos a empezar otra
vez! ¿Que mas iban a necesitar sa-ber
?
¡Lástima
no tener baquiano..!
Por
ahí mejor que no haya...¿Cuántos éramos ?
Trescientos,
creo...
¿Quien
los contó ?...
Nadie
contó, trae desgracia contar.
Contar
sí, trae desgracia... Era una voz de mas lejos,
que acababa de meterse en la conversación.
Ponéle
que seamos cientos, raro con tanto cristiano
criado en puro campo, no habemos ni uno que se dea maña
para ba-quiano...
Culastrones
sí que debe de haber...
Seguro
que eso usté lo conoce en carne propia, paisano...
Será
cuestión de que se arrime y pruebe, aparcero...
Habló una voz cercana, que como parecía
venir de arriba, a alguno mas debió darle impresión de
que era uno se cabrió. Por eso salió a calmar los
ánimos:
En
Mercedes, por mentar algo parecido, mataron a
dos...
Un
baquiano sabría decir, mirando la suciedad, para donde
iba el hombre, y si era un pampa o un cristiano...
Otro que quiso cambiar de tema.
Baquiano
es el que se da ánimos para inventar siempre, y tiene la
fortuna de embocar todas las veces... Pasó el tema
de la carne propia, por suerte.
Dice
que la mierda del indio es seca, porque no come verde,
nada mas carne y grasa come
Seca
y dulzona, como la bosta de caballo es la mierda del
pampa, porque el salvaje no usa sal...
No
sé... Yo no probé... Era un chiste pero nadie lo
festejó.
Eso
de no usar sal fue antes... Ahora el pampa copia todo al
cristiano... ¿No es verdad?
Sí
que es verdad... Yo en la frontera vi uno que no
mas le quitó el facón, la bota y las
espuelas a un oficial muerto y hay mismo se los
calzó...
Yo
vi indios con reloses y cadena de plata...
No
sabía andar calzado... Andaba como pisando abrojo
y agarrame que me caigo... Grandote, el pampa, se pegaba
en la panza como si en vez de esquilmarle, se lo hubiera
comido al oficial...
Al
indio le gusta mas el aguardiente en botella que el de
ellos mismos, ese de los jarritos de barro horneado...
¡Son capaces de cambiarte dos mujeres nuevas por una
libra de chocolate del Brasil..!
¿Se
atreverá de veras un baquiano a sentirle el gusto a una
mierda de indios.. ?
Se
atreve, o hace como que se atreve: toca con este dedo, y
lo lengüetea con este otro... Seguro que sacaba
una mano de abajo del poncho, pero nadie lo iría a
mirar.
El
baquiano bolacea y acierta siempre...
Adivinan...
Hay gente que tiene el don...
Pero
ahora los indios saben ponerle sal a todo a todo...
¡Seguro que también se roban sal en los malones !
Hacen
de todo menos sembrar... Si nos vieran comer pa-tata y
chaucha, ya andarían ellos alzándose con toda la
verdura en los malones...
Podridos
de lo verde tendrían que estar los pampas si se criaron
aquí...
¿Pescado
comen che en la flota..?
Casi
jamás...
Fácil
se reconoció la manera de hablar del Marinero y ahora se
me hace que se sintió el ruido de varios acomodándose
los cueros y los ponchos para taparse y aguantar mejor la
cantilena que se vieron venir. SI fue así, acertaron
porque el hombre fue arrancando de a poco:
Pez casi jamás se come... El la flota de mar no hay
quien quiera pescar, en la flota de mar se caza el pulpo
y el pez vaca, que es como un perro que acompaña a las
naves y se lo arrebata con lanza y cabo engarfiado...
Sabe como a la carne de ternera... Pero el marino...
Ahí
arrancó... Confirmó uno...
No..
No... Oye tú... Aprende esto... ¡Que los marinos no
gustan de comer al pez vaca pues cuando lo alzan con
garfio y cabrestantes, gime como personas..! ¡Llora y
quien lo haya oído gemir no puede hincarle el
diente!
Suerte
que no canta el pez vaca...
Te
he dicho que llora y es como un perro... La carne se la
dan a los prisioneros... Y el oficial de mar....
Era la voz hispana.
¡Canta..!
No...
El oficial pide para sí los sesos y la partes de bajo
vientre, si es macho... Oid esto...¡El macho tiene sus
partes como las de un burro y los oficiales las cuecen en
aceite y las devoran..!
Como
los correntinos que se comen la criadilla del toro
antes que nada...
Los
marinos prefieren el pulpo y la langosta canastera
que se le dice la calamara... El canto dice así...
Iba a cantar.
¡A
babor en la jarcia, que la carne esta triste..!Se
le adelantó una voz áspera, como de tomador, aunque
aquella noche nadie había dispuesto de ración de caña
ni de vino.
¡Y a los libros del mar tu también los leíste!
Era alguien que habló desde lejos, y que imitaba
bastante bien.
No
es así... El canto dice:
Calamar
Calamar a la mesa
que te
quiero comer la cabeza
a
mi pies a mis pies hubo
un pez
que
boqueaba diciendo tal vez
cuando
bajes al fondo del mar
serás
tu quien esté en mi lugar
Aquel día
el Marino había andado por la vanguardia y con una monta
de reposta. El caballo era un mañero de esos que
mas vale dejar que engorde y venderlo para que lo cocinen
vivo en el autoclave de una fábrica de velas. Medio
ignorante de animales, le creyó al pingo que se había
resentido una pata y, cosa de viejos se
negó a venir de vuelta en el anca de alguno de los
chiquilines que habían salido a otear con él. Ya estaba
por caer noche, y se hizo sus leguas de a pata, trayendo
al mañero del cabestro y con la carabina terciada en la
espalda.
Debió
ser por eso que se durmió de los primeros: gallegueó
dos o tres veces la Calamara y no se lo escuchó mas ni
entro en las ultimas conversaciones.
Eran unos
que hablaban bajito pero, por eso de empujar cada palabra
con el aliento, se los oye mejor que si hablaran sin
miedo a despertar o a decir algo que alguien no tiene que
enterarse.
Contaban
que de un tiempo a esta parte la mujeres estaban diciendo
"ponete en mi lugar" cada vez que protestaban
por algo. Que era una manera de hablar que empezó en el
teatro de los corrales, y enseguida copiaron las damas de
la catedral.
Las
mas putas de todas...
Unas
mas, otras menos... Todas igual son.
Dice
mi mama que mas ricas son, mas fácil se le hace hacerse
putas, porque tienen criadas que les preparan baños
todos los días...
¿De
veras?
Dijo
mi mama... Cosas que dicen las mujeres...
A
mi me daba por culiar lavanderas si había morenas o
mulatas..
Nunca
yo..¿De veras son mas limpias?
Vaya
a saber... Yo nunca me fijé.
¡Pero
yo te vide unas nochecitas ir con las chinas de las
carretas...!
Y
a quién no lo videron...
Al
cura... Al loco Clueco.
El
loco Clueco se culia ovejas y yeguas... Nada mas.
El
animal tiene de bueno el no pedir plata...
Y
es mas limpio... Ellos mismo se lamen entre ellos...
Las
chinas mismo se lamen entre ellas...
Pero
al ratito se vuelven a empuercar...
Se
lavan nomás cuando tienen la sangría...
¡Que
chinas puercas..! ¿Sintieron el jedor que largan cuando
les viene la sangría?
Hay
quien llega a tirarle ese jedor...¡Les calienta el
jedor!
Hay
loco para todo...
A
mi me gustaba culiarme lavanderas y ni pensé que eran
mas limpias o menos sucias...
Ponete
en su lugar...
¡Ponete
un dedo en el bujero donde no te dio el sol y deja de
hablar guevada..! De nuevo se escuchó al que
quería dormir.
Disculpemé
paisano... ¡Ni se me había cruzado la idea de que
mañana tiene que madrugar para alzar la cosecha
del máis..! Le contestú uno y cantó:
A
dormir... A dormir
dijo
uno sin saber
que
se iba a morir...
Ahora
empezaban dichos de pulpería pueblera. Recitó otro:
Negrito
Negrito,
dijo
el abuelo,
quedate
dormidito
aqui
en el suelo
antes
que el perro ladre
y
antes que empiece
a
culiar tu madre...
Era un
dicho de los payucas, que todavía hoy siguen
creyendo que las negras son mejores o peores, pero
distintas, tal como les mintieron en tiempos del
esclavismo Español. Cantaba ahora un payuca:
por que
las lavanderas
se
harán tan putas...?
taran tan
tan tuta
tarán
tan tera
porque
entran en el río
se
lavan solas
me lo
dijo mi tió
¡suerte
que haiga olas!
Y
lavate las bolas... Y una mas y dejar dormir o cargo los
trabucos y les aujereo el ponchoa todos de
macramé... Gritaba ahora la del que pretendía
dormir.
¡Cantá
la del doctor...!
No
hoy canto otra mejor... La canta el Lopecito de Lamadrid
que la aprendió en los viajes...
Ya
se... ¡La del portugués que se hace encima de gusto..!
No...
Esa no me la pude todavía aprender todavía.. La de los
sacristanes, sentila y aprendetelá:
la
señoras pudientes
son
todas putas
por
que tienen sirvientes
y los
disfrutan
las negras
le hacen baños
de
agua caliente
los
negros les dan duchas
de
lecheirviente
¿Que
es lechirvente?
Algo
de la parte de la ducha, con regadora en flor...¿No es
eso?
A
mi me da otra idea... ¿No Viste que los negros le dicen
"laleche" a la salida del varón..?
¿Al
guascazo? ¡Que asco la leche..!
¡Que
porquería la leche!
El
masónico propugna leche para los grandes... Que de
grande el hombre siga tomando leche en vez de vino.
Los
masónicos pidieron una Ley de Obligación para todas las
iglesias que manda a las Iglesias dice que si quieren
enseñar chicos, les tienen que convidar una copa de
leche todos los días...
¡Pobres
criaturitas de Dios...!
Mi
tata quiere que el hijito que tuvieron ahora vaya a
la iglesia para el catecismo y la cartilla..
Leche
le van a dar...
Se
va poner gordito y de los masones...
Dicen
que el señor Mi Coronel es de los masones...
Decir,
dicen todo de todos...¿Usté acredita que el señor Mi
Coronel es de los masones?
Ni
creo ni dejo de creer.. Pero a Mi Coronel, no me lo hago
de los masones...¿Y usted?
"Dificulto
dijo Orduna que a un chancho le salga pluma..."
Era otro dicho Los masones mandan matar: el
gringo Mitre, y el Cornelio Domingo Faustino que son
los llevan la voz cantante de los masones y mandan
matar ¡Y de que modo...!
No
me lo veo a Mi Coronel siendo de los masones y mandado a
matar de gusto...
No
me lo veo al pelado Domingo Sarmiento tomando leche en
copita...
Yo
me lo veo justo para eso... ¡Chupando leche..! Un tiempo
que iban a nombrarlo de Plenipotenciario se lo veía
todas las tardecitas en la peluquería de la avenido
Real...
Igual
que el Mitre...¡Meta barbero!
Pero
el Mitre tiene pelo...El Domingo anda con toda la ropa
arrugada y no tiene pelo...
Se
hacen hacer fomentos de ocalitos para salir sin arruga en
los retratos... A eso van al barbero...
Lo
masones se la pasan haciéndose retratar...
El
obispo tiene toda la estancia de la catedral cubierta de
daguerrotipos con la cara suya...
El
obispo dicen que culea y culea con las mujeres del club
de la libertad...
Las
pintadas...¡Todas putas!
No
se me hace que un obispo se dea tiempo a culiar... Pero
si culea, alla él...
Y
allá él, allá justito a la chucha de la madre puta que
lo parió...
Mas
respeto... Será un obispo o lo que quiera.. Pero ese no
manda nunca a matar a nadie... El obispo... Lo
interrupio el que quería dormir:
Los
voy a hacer cagar con una pedigonada de sal
gruesa...Dejen de hablar güevada y dejen dormir a la
gente... Todos se callaron y escucharon que decía
en voz baja: ¡Payucas negros de mierda..!
Nadie
se le retobó y nadie mas dijo ni una palabra. Se
habrían creído que cargó el trabuco con perdigones de
sal y se mandaron a dormir.
Eso es ser
mierda: aguantarse cuando te dicen cosas así. Primero de
todos se había dormido el marino: cosa muy rara. Es lo
peor que hay, quedarse a pata. Mejor preso, que a pata.
Mejor enfermo o apestado que a pata. Muerto podrá
ser peor que a pata, pero es casi lo mismo. Aquí
si vas de a pata, te comen los perros cimarrones en
menos de dos días. Y si no hay perros, peor: quiere
decir que va a haber zorros, jaguares y pajarracos
de rapiña que te empiezan a cueriar antes de que
termines de morirte.
El
tuerto Airas es tuerto de eso: lo lancearon los Asesinos
Monárquicos y lo dejaron por muerto, y por hacerse el
muerto estirado en el charco de sangre que le salía de
un tajito chiquito así, los zorros le comieron una pata
y una mano a su pingo y de noche, sintió un
chillido era un carancho que le vino encima y le
quito el ojo completo.
Historias
que se cuentan y pueden ser así o de otra manera.
Pero
lo que seguro no fue de otra manera es la cara
susto que le quedó al pobre Airas para siempre: un solo
ojo. Habría que apurarlo cuando toma y conseguir que
diga la verdad: no sería raro que al ojo se lo hayan
arrancado los húsares Hispánicos, que eran muy de hacer
esa clase de daños.
Lo
bueno de la guerra
ya te
lo explico
que
siemopre los que mueren
son
los los milicos...
Siempre
que los yucas cantaban esas cosas, algún oficial se
ofendía y les decía que desde ahora ellos también eran
milicos y ordenaba que no canten mariconadas de negros y
que se reacordaran que si no fuera por los milicos del
Ejército Libertador, ellos andarían yerrados en los
lomos con el sello del nombre del propietario.
Los que
mejor peliaron
eran los negros
por
que antes de la guerra
ya
estaban muertos...
Sin darse
cuenta, cada vez mas, esas coplas del barrio del
Arrime, se cantaban con la tonada de la música rara del
marino, como si por tanto y tanto oírla se hubieran
olvidado de sus candombes.
Al
silencio sin viento de la siguiente siesta no había que
ser baquiano ni apretar demasiado la otra oreja contra el
yuyo para saber que mucho caballo galopaba cerca de
ahí.
Nadie
temía al malón. Los que habían hecho campaña contra
el indio sabían que un malón dura poco y que
nunca termina de matar a todos. Sean pocos o
bastantes, los que salen vivos de un malón salen mejor,
no tienen miedo a nada y por mucho tiempo no sienten la
desgracia.
Si te
salvaste de un malón: ¿Qué te puede importar si
vas en dirección a un lado o a otro o si estás tardando
mas menos a una parte, o si no vas a llegar
nunca...?
Una
guasca de burro. Una cagadita de indio. Algo menos que
nada te importa cualquier cosa si te sal-vaste de un
malón.
Cierto
que el salvaje disfruta como un chico degollando, pero el
instinto le manda escapar en cuanto puede
alzarse con vituallas y chucherías de la tropa.
Eso lo
entretiene mas que degollar.
Quien
conoció lo peor de los cuarteles y de las poblaciones
grandes, mucho no puede padecer si los pampas lo hacen
cautivo. Sabiendo pe-lear y siendo macho, es mas fácil
amistarse con una tribu que con los comisarios y los
librepensadores de la capital.
Mal
que bien de esa manera se pensaba, y hasta hubo capaces
de decirlo frente a toda la tropa.
Mas dados
a decir las cosas se pusieron en esos días últimos
cuando aparecieron montones de ceniza, seguidillas de
bosta casi fresca y telas grasientas de envolver que
todavía soltaban olor a ja-món con pimientos.
Por
una cruz de madera, no de palo: de madera de
tablas pulidas pintadaa a con con barniz como de cajas de
fusiles marcando unos palmos de tierra removida, se
notaba que habían pasado cristianos enterrando sus
muertos como es debido, y de allí en mas,
po-bre la caballada, se apretó el paso y se
acortaron los siesteos.
La
desesperación es cosa tan complicada que no sería
propio decir que alguien hubiera desesperado.
La pampa tiene algo que no permite desesperar.
Desesperanza
si: lo mismo que lo pone cavilador y que no permite
desesperar al hombre, causa desesperanza: la
idea de vol-ver a empezar y el plan de juntarse seguían
ahí pero como algo mas certero que una ilusión:
igual que el horizonte en círculo, el cielo plano, el
sol que nunca se termina de ver y el subir y bajar del
viento, era como si ya se hubieran juntado, o si ya
hubieran empezado otra vez.
Una
noche de frío, justo antes de que se iluminara el cielo,
muchos se despertaron por unos alaridos o por la
agitación que los alaridos produjeron en la caballada y
en la hacienda.
Era
una vaca que había parido: algo normal, pero resultó
extraño que entre tanto peón de campo, estanciero y
entendido en animales nadie se hubiera dado cuenta de que
venían arreando una preñada.
El
ternero apenas se mantenía parado, y si alguien
pensó carnearlo ahí mismo se lo guardó cuando una
china dio la idea de que lo de-jaran con la vaca y pasto
para alimentarse no le iba a faltar.
Un
oriental pidió que también dejaran a un novillo que ya
habían visto tratando de montarse a otras bestias para
que se hagan compañía entre los tres y por ahí a la
vuelta encuentren un manada de cimarrones y selo puede
arrear de vuelta a las poblaciones.
Sin
esperar que los principales ca-bildearan y diesen
aprobación, el oriental espantó al novillo, y el
animal, como si lo hubiera oído, se apartó del
arreo y, obediente, se arrimó a la vaca que los miraba
mientras la cría le cabeceaba la tetas.
La pampa
siempre paga, dicen.
Será
un decir, pero esa misma tarde encontraron, una
carreta abandonada con su carga completa de leña.
Pintura
verde, y el eje partido, mostraban que alguna caravana de
los nacionales la había dejado ahí por no darse tiempo
o maña para arreglarla. No fue difícil hacer lugar para
esos palos de quebracho en las chatas de carga, aliviadas
de tanto que se comió y chupó en las primeras semanas
de marcha.
Y
al rato nomás, cuando empezaba a oscurecer, un ba-rullo
que oarecia subir desde abajo del pasto, asustó mucho
hasta que los que habían campañas a reconocieron el
tembleteo de una estampida de jabalíes.
Lo
estaban explicando cuando apareció una hilera de
ñandús escapando de la nube de polvo que avanzaba
hacia ellos. Apenas tiempo tuvieron para contener a los
artilleros que querían disparar su culebrina al
bulto, como si desviándolos con el ruido se
pudiera evitar que la chanchería le pase por encima a
todo lo que no sea pasto. Que cebaran el gollete de los
cañones con pólvora húmeda y trapos engrasados y
embebidos de parafina fue la orden los fogueados en casos
casi iguales.
Había
que ser una manga de cagatintas para no haber traído
perros dogos
Se dijo mientras la mayoría
seguía montada, y nadie acertaba a elegir entre apearse
y escapar al galope y rogar que no fallara el fulminante
ni se apagaran las estopas que tanto demoró el
yesquero en po-nerlas a arder.
Contar
dicen que llama a la desgracia, pero doscientos, o
trescientos, sus montas, su caballada de reposta y otras
tantas bestias de carga y de servicio quedaron envueltas
en una humareda acre, con los ojos chorreando, la boca
hinchada, y la cara negra del pegoteo de lágrimas y
hollín.
Y el
tironeo de estómago que produce el trueno del cañón
cuando se ha perdido la costumbre.
Por la
humareda, pocos llegaron a ver la retaguardia de los
chanchos huyendo, muchos de ellos con el lomo pegoteado
de grasa ardiendo antes de perderse de vista se
convertían en bolas de llamas aullantes que dejaban una
estela de humo blanco con olor a pelo quemado.
La
monta respondió con mas prudencia que la tropa y las
chinas de atrás que lloraban a los gritos y pedían
socorro y auxilio no se sabe pensando en quién las
iría a escuchar.
Algunos
vomitaron y quien pudo, cargó la carabina para hacerse
de algún cancho paralizado que se atrasó en dar
su media vuelta y emprender la disparada en sentido
contrario.
Así
también nosotros
Dijo alguien, el primero
que habló desde el montón que había buscado
reparo o detrás de las carretas.
Todos
tosiendo o vomitando, nadie trató de averiguar a qué
venia esa frase que sonaba a sermón de cura iluminado.
Pero la
pampa paga, o al menos te hace sentir que asusta de
repente para que cualquier cosa que después
consi-gas sacarle te parezca un premio.
Con
semanas y mas semanas de marcha carneando vaca y asando y
comiendo carne de vaca las mas de las veces, y cuando no,
charqui y carne de cordero o de vaca en conserva de grasa
con pimiento, ver asarse a los chanchos y saborear una
carne que no fuera de oveja o vaca fue para la gente una
fiesta como cuando al cabo de meses de comer nada mas
que ázimo y pescado hervido, un tripulante de la
flota de mar llega con plata dulce a la primer posada del
puerto y ve la mesa grande llena de pollo asado,
cuadriles frescos y hojas verdes, manzanas y naranjas
jugosas.
Horas
costó cuerear y asar una docena de chanchos o
jabalís de carne dura y tan fuerte que justificó meter
espiches en uno de los toneles de carlón que venían
reservados para el encuentro que cada vez parecía mas
lejano, menos posible.
Muchos
cayeron dormidos antes de que los asadores empezaran a
trozar costillares crudones para alcanzarle a la
cola de los mas hambrientos.
Y
cuando los que tuvieron paciencia de esperar que
las carnes estuviesen a punto empezaban a disfrutarla en
medio de esa os-curidad, ya el vino se había terminado y
los apresurados medio bo-rrachos, se habían dormido sin
tiempo de cubrirse bajo sus ponchos.
Al-gunos
quedaron tirados lejos de sus monturas y sus
cueros. Mullaban y eructaban dormidos. Hablaban en
sueños. Se quejaban. Uno soltaban un grito como de
terror, de mucho miedo, otro una risa larga, y entre
tanto cuerpo tirado, como una aparición, se veía un
fanal de parafina flotando en el aire,
hamacándosé a un metro de altura, apareciendo y
despareciendo por distintos lados del campamento.
A
veces la luz dejaba ver la sombra del que la sostenía.
Era uno que rondaba por el campamento, buscando jarros
abandonados para recuperar el restito de vino que alguno
se habría dormido sin tomar.
Todo
se oscurecía en los momentos cuando esa figura se
inclinaba y apoyaba el fanal en el pasto para alzar
un jarrro. Después, alumbrado desde abajo, se veía con
cuánta paciencia trasvasaba, unas gotitas a algo que
sería una bota cuero, o un cuenco de barro.
No
parecía apurado: terminaba de vaciar el jarrito, lo
apoyaba en el pasto sin hacer ruido, como cuidando no
despertar, y recién entonces levantaba el farol y
volvía a convertirse en una forma amarillenta que
flotaba sobre los cuerpos.
Pasó
dos y hasta tres o cuatro veces por los mismos lugares,
buscando y buscando. Siguió juntando vino hasta que la
luz amarilla empezó arder, chisporroteando como señal
de que la parafina se acababa. Ya oscuro, se lo dejó de
ver. Estaría tumbado en sus cueros
tomándose el poco vino que pudo conseguir. Se habrá
dormido medio mamado, creyéndose hasta el final que era
el único despierto en toda la tropa. El viento soplaba
bastante fresco, como siempre a medianoche.
El olor de
la grasa de chancho quemada y el de la tierra y el pasto
verde que algún prudente paleó para sofocar la lumbre
del asado, no bastaron para limpiar el olor a
pólvora de aquellos pocos cañonazos de la tarde. Es un
olor que impregna el cuero de las monturas, la piel de
oveja de los aperos y las lanas de ponchos casacas. Dicen
que por el azufre que le ponen al explosivo el olor de la
pólvora se parece al hedor que despide el Diablo:
difícil que sea verdad. Pero si es cierto que ese
te entra en la cabeza y no se va. Por eso debe ser que
artillero tiene fama de loco: se jacta de la potencia del
ruido de sus explosiones, mas bien truenos que hasta al
mas curtido le revuelven las tripas y lo hacen
vomitar.
Los
ves apenas en medio de la cerrazón de su humareda y
está saltando por los ruidos, pero él, bailándolos de
contento: salta igual que vos con la música de sus
explosiones.
Como el
lancero, el domador, el baquiano, y como los que nunca
erran un tiro con carabina o con fusil, el artillero no
más por ser como es se piensa el mejor de todos.
En
guerra es bueno que cada cual se crea mejor que
todos los demás. Entre los artilleros abundan los que
les faltan un dedos que en algún zafarrancho se quedó
atravesado en un un cerrojo o se hizo de carbón en una
escapada de gas de la fogonadura de un serpentín de
treinta onzas. No pocos son mancos, tuertos o
quedaron desfigurados por quemaduras en la
cara.
Pero
cada vez que vuelve la hora de juntarse a pelear, eligen
de nuevo el polvorín y los cañones, aunque por méritos
o acomodo les ofrezcan cargos de intendencia, que son los
que codician todos porque habilitan a ser primero en
todos los repartos y, a veces, quedarse con la paga
de muertos y desertores.
Chasquis,
domadores, lanceros y jinetes de tiro rápido: todos
tienen una ilusión de revistar una temporada en
intendencia. En cambio el artillero e se empecina en no
quedarse estar nunca lejos de sus fierros y
polvorines.
Los
artilleros cantan sus zambas:
somos los
artilleros
los
que al pie de un cañ-on
clavan
rodilla en tierra
porque
a la guerra
van
por amor...
Como
todos, hasta el mismo corneta de la banda, los de
artillería saben que les puede tocar morir, pero igual
que el fusilero y los de caballería rápida, viven
convencidos de que ellos son los que mas mueren, o los
primeros en morir. Cantan pidiendo a la mujer:
cuando
recés por mí
quiero
que le pidas a Dios
que si
la muerte gana
me
lleve a un cielo
donde
estés vos
Y como
todos los demás, en la guerra se la pasan pensando en la
mujer, pero seguro que cuando están un tiempo con la
mujer y arreglan el rancho, empiezan a pensar otra vez en
la guerra y en esos truenos de la pólvora que solo ellos
se pueden aguantar.
Y
además, les gustan.
Los
artilleros hacen cantos contra la lluvia, para ellos mas
enemiga que el Odiado Enspañol, porque bastan dos días
de lluvia para que la pólvora se les vuelva
pelmaza y tengan que seguir cargando balas,
metrallas y cañones de puro adorno, y deslomarse
empujándolos en el piso barroso.
Pero
en esos últimos días ni ellos han de haber
pensado en la lluvia.
La
pampa tiene también eso: te malacostumbra a lo que lleva
a creer que es: ni el marinero, que nunca paró de
hablar de tormentas y de cantar canciones y contar
dichos sobre temporales y huracanes debió haber pensado
en serio en la lluvia.
Pero a
final llovió.
Todo
llovió.
El
día siguiente de la corrida de los chanchos amaneció
nublado y sin viento, y no bien se apearon a mediodía
para matear, empezaron las gotas anchas.
Fue
una lluvia cansina, de esas que con el calor y el poco
viento, ni ruido hacen.
Pero
de a poco oscureció, tronó, empezaron los
refucilos, y nadie hablaba porque no se escuchaba
ni lo que te decía el del costado.
Ya
antes de hacerse noche los animales andaban
asustados y rebeldes y, al apearse, la tropa se
encontraba con el agua hasta la rodilla y el cuerpo hecho
un temblor, de frío.
Cuando
oscureció, fue peor: los pingos se entendían entre
ellos mismos mejor que los cristianos. Como si hubieran
resuelto no parar, se rebelaban al freno y elegían su
camino. Y eso fue lo único acertado que hizo la
tropa: resignarse a obedecerle a la caballada.
Otra
vez mas resultó cierto que lo mejor que hacés resulta
que lo haces cuando no podés hacer otra cosa.
Después
se habló que había que agradecerle a la caballada que
tan pocos se perdieran en esa noche de frío y
desinteligencia.
Si no
se podía ver nada: todo era oscuridad y lluvia, y no
bien refucilaba o se cruzaba un rayo por el cielo,
el resplandor encandilaba tanto que apenas se podían ver
el borde de las sombras que venían un paso adelante.
Y
escuchar, se escuchaban solo la lluvia y truenos, y de
momentos, el chapoteo a los gritos de alguno que
rodó y pedía auxilio o gritaba por Dios hasta que, sin
querer, algún caballo que venía atrás lo pechaba y lo
mandaba empujaba de vuelta a la grupa de su monta.
De
cuando en cuando, una puteada se alcanzaba a oír.
Al volver
la luz se supo que faltaban las carretas de las
chinas, mas de la mitad de la hacienda, y dos de
las chatas de munición, que por el peso se habrán
clavado en el barro, y, sin nadie que las suelte, se
habrán ahogado las pobres yeguas de tiro.
Caían
gotas mas finas y mucho mas frías que las de la noche.
El agua llegaba hasta la cinchas del caballo y la
correntada se llevaba a todo lo que no supiera
flotar. El agua se estaba llevando todo un parque de
leña que parecía un camalote y se perdió de vista sin
darle a nadie ganas hubo de recuperar algo de tanto
que se veía perder.
Si
alguien queda por ahí y cuenta que temblaba del frío y
no por miedo, macanea o es de los tantos que ahora
se hacen pasar por haber entrado en esta marcha,
pero que a su debido tiempo no se animaron a
venir.
Vos
está solo y desarmado, se te viene un malón, y al
menos te mueren los salvajes con el consuelo de
haber hecho como que le ibas a pelear. Pero al agua puta
y a la corriente que te arrastra no le podés pelar ni
hacerle cara de nada para engañarla. No podés nada.
Cuando
se empezó a poder oír y a hablar, algunos temerosos de
que siguiera subiendo mas el agua y empezaran a ahogarse
o a desbocarse del todo los caballos, pidieron
subir corriente arriba, buscando tierras altas.
Como
si con un solo día de lluvia se hubieran olvidado de
todo lo plana que era esa pampa. Como si no se dieran
cuenta que cuando los animales mandan, ya no nadie va a
poderles mandar.
O por
facilidad o por instinto no se puede saber
pero la caballada solo aceptaba ir a favor de la
corriente. Al paso por momentos, y casi braceando, como
nadando, la mayor parte de la jornada, fueron los pingos
los que decidieron el camino.
No
hubo posta. Ni hubo donde parar ni motivo para parar: con
las carretas medio flotando y las otras a los tumbos,
tapadas de agua hasta lo mas alto de la carga, no había
donde hacer fuego ni ilusión de matear. Charqui y
galleta hubo para el hambre. Y nada para el frío.
Mas
finas se hacían las gotas, mas clara era la visión de
la pampa cubierta de agua marrón y correntada, mas frío
pasaban la ropas y mas hombres se desmontaban.
Esos, atados a las riendas, se hacían arrastrar
como bolsa de pesca: así aliviaban a sus pingos y
aguantaban mejor el frío, porque todo lo que cubriera el
agua marrón, no padecía las gotitas heladas y el viento
frío que venía de frente.
Porque
venía del lado hacia que tiraba la corriente, que
después se supo que era el sur.
Oscurece
temprano
Dijo alguien y lo fueron
repitiendo a los lados y hacia adelante como si la
noticia fuese la orden de un comandante.
Pero
no era que oscureciese antes de lo debido: era por
el miedo de ahogarse o de perderse, que era casi lo
mismo, y por no tener nada que hacer mas que dejarse
llevar adelante por el agua y por el tiempo que que el
susto hacía pasar mas rápido.
Mago
debió ser el sargento que consiguió dar lumbre a una
linterna de aceite, y, aprovechando la mecha uno que no
habrá querido irse de este mundo sin una buena acción
hizo aparecer una gruesa de chalas finitos que traía
escondidos en un buche de ciervo y fue prendiéndolos y
haciéndolos pasar, de modo que casi toda la tropa pudo
fumar al menos su medio pucho húmedo y hubo momento en
el que toda la tropa estuvo montada bien derecha y
fumando. ¡Lástima que no hubiera un salvaje ni un
criminal hispánico que, viéndonos desde lejos, se
quedara con esa impresión de cosa digna y milicia que
debimos dar en el agua !
Había
parado de llover cuando se pintaron unas unas estrellas
bien adelante y nadie quería mirar la oscuridad de
atrás, seguros de que chatas y carretas se habían
perdido.
Unos
mas y otros menos, casi todos se durmieron
montados, o enganchados a las riendas y quien pudo, medio
se durmió tendido en el lomo de su pingo.
Si
otros vieron la luz, se la callaron. Primero apareció
como una llamita amarilla que se podía confundir
con una estrella, pero era al sur, en el lado del
cielo donde nunca hay estrellas.
Ya
antes de amanecer era una luz blanca y alta y los
despiertos y los que aprovechaban una atropellada de su
pingo para saludar y dar noticias de que no se habían
ahogado, si la vieron no dijeron una palabra.
Y si
alguien despierto llega a decir que no la vio, o
era ciego o se pasó a la noche con los ojos
apretados de miedo.
Ahora se
entiende que, no más por verla, esperanzaba.
Mas
que los ruidos de galope y esos humitos de espejismo que
tanto encarajinamiento provocaron antes de la lluvia,
esperanzaba.
Y así
como sin necesidad de hablarse y sin mirarse, los
caballos supieron para donde tenían que tirar, la tropa
obedeció la orden de callarse, que nadie dio, para no
ilusionar demasiado y para no llamar de nuevo a la
desgracia de no saber a dónde se iba yendo.
Lo que
nunca se va a terminar de comprender es por qué aquella
tarde, pisando de nuevo seco y colgando ponchos,
chaquetas y chiripás en los tientos que les tendieron
entre los postes del fortín para que, a falta de sol, el
viento los secara, nadie se jactó de haber notado la
señal desde el comienzo, cuando todavía goteba
grueso.
¡Estabamos
seguros de que la correntada los tenía que
arrimarlos..! Dijo, mejor dicho, dijeron los varios
oficiales cuando todavía contentos de agregar tanta
tropa y de recibir tanto güinchister y munición
de lujo como los que por milagro les salvamos del agua,
andaban confianzudos entre los nuestros y todavía no
habían empezado a mandonear.
¡Por
eso quemamos todo el aceite para hacer farola en el
mangruyo..! Decían, como si quisieran cobrar esa
miseria de aceite que gastó el fuego.
Milicos
hijos de mil putas.
Cierto que
pusieron sus peones a preparar ollas de locro y asadores,
y dispusieon tientos entre las tablaestacas del fuerte
para secarnos todo al viento y nos hicieron sitio para
dormir en la barraca que llamaban la plaza de armas.
Pero
carnearon los mejores terneros de que a puro lazo
habíamos salvado del aguacero y la corriente,y
escatimaron el tabaco y guardaron en el polvorín los
toneles de vino y las tinas de aguardiente que trajimos.
No se
niega que brindaron guitarreadas, pero tristes, porque
escuchar música de verdad por primera vez en tanto
tiempo, puso a los nuestros a pensar en todo lo que se
había perdido, las tres carretas, unas chatas de
munición, las pobres chinas y las bajas de
personal que nadie quiso tomar lista porque, a no
dudarlo: contar es llamar la desgracia, y para contar, en
el fortín sobraban escribientes y pícaros de
intendencia entre quienes, desde los oficiales hasta el
último chiquilín recién incorporado de
conscripto, todos andaban como si fueran los dueños de
la plaza, de la sierra petisa donde a los apurones
habían edificado el fuerte y de toda la pampa,
que, no aquel atardecer en el que se la veía tapada por
el agua, sino hasta en en el mejor momento del año,
nunca serán capaces de cruzar ni de entenderla.
Son
un mal necesario, como la inundación, como la
correntada... Se dijo y muchos siguieron
repitiéndolo como una novedad, aunque fue el tema de las
conversaciones de esa primera noche bajo techo, pero sin
chala, con poquísimo vino y con todo ese sueño que se
estuvo juntando abajo del agua.
De a
uno iban cayendo dormidos, mientras los mas fogueados
seguían hablando de esto y de los tiempos de privación
que se veían venir, disponiendo los ánimos de la gente
para que fuera haciéndose a la idea de que la guerra
también tiene su parte mierda de dianas, escribientes y
contabilidades y de que es menester que el hombre se tome
el trabajo de aprender a aguantar si de verdad pretendía
juntarse con los que quieren empezar, otra vez, todo de
nuevo.OCTUBRE
1997
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