La Filosofía: un
destino menor
Amo a una estudiante de
filosofía. Ella invita a su casa a compañeros
de facultad: charlan -mis temas-, escuchan discos
-mis discos- y suelen terminar haciendo el amor.
En ocasiones ella graba secretamente los
diálogos que preceden al inevitable desenlace y
después viene con los cassettes y los escuchamos
en mi equipo. Con el fondo sonoro de nuestros
Wagner, Schoemberg, Mozart, Yupanqui o Decaro,
escucho en esos diálogos el deseo del
estudiante; un deseo de ayundantía, deseo de
paper, deseo de beca, deseo de saber - para: un
deseo de salvación social.
Esta es la fase más reciente
de la larga historia de mis relaciones con la
filosofía, y lo que aprendo de ellas, quiero
decir, lo que voy aprendiendo de mis relaciones
con mi historia, con la filosofía y con el deseo
de los estudiantes, me confirma que a pesar de
las oscilaciones de las modas temáticas e
ideológicas, en lo cen tral el destino de la
filosofía permanece invariable, y siempre
divorciado de lo que, al aprender filosofía, se
llega a concebir como el destino originario de
esta empresa humana. Mis relaciones con la
filosofía, como prefigurando una vocación
literaria, estuvieron desde el comienzo acotadas
en el sistema de mis relaciones con la palabra
"filosofía". Y aún hoy, la expresión
"filosofía" me evoca el cuidado de las
uñas.
Se implantó así: una tarde
escuché que mi prima Sara Crespo -prima de papá
, mi prima en consecuencia- estaba por empezar a
estudiar filosofía. En mi memoria, la prima Sara
se destacaba en las sobremesas de los domingos
por juguetear con las teclas del piano luciendo
unas uñas como esculpidas. Alguna vez debo
haberla espiado mientras se las pulía con una
suerte de esponja de gamuza que llevaba escondida
en el fondo de su carterita perfumada. Sucedía
hacia 1945 y por entonces la noción de
"uñas esculpidas" no era un lugar
común publicitario: estaba allí, en lo que yo
veía, en esas uñas ni rojas ni nacaradas,
apenas alumbradas con una leve película de
brillo, pero de una apariencia tanto o más
fuerte que las uñas que las otras mujeres
escandalosamente se pintaban. Más de una vez
descubrí a Sara vigilando la perfección de sus
uñas intensas, filosas. Y once años más tarde
se produjo mi segundo contacto con la filosofía.
En septiembre habían volteado
a Perón, y por eso un reciente egresado de
Filosofía y Letras reemplazó al viejo médico
que dictaba la cátedra de psicología del Na
cional. En reemplazo de la doctrina de las
facultades del alma, que debía agotar el
programa de la materia de cuarto año, aquel
novato lleno de grandes intenciones, nos impuso
la lectura de la edición de Sudamericana de Tipos
Psicológicos de Jung. El libro,
subrayado, anotado y comentado por un chico de
quince años, sobrevivió mudan zas y saqueos y
siguió en mi biblioteca hasta hace cuatro o
cinco años. Recuerdo que un día debí exponer,
desde el escritorio del profesor, las diferencias
entre lo Apolíneo y lo Dionisíaco y que esa
presentación me eximió de rendir examen de fin
de curso y me condenó a cierta fama de filósofo
entre la mayoría de mis compañeros, cuyos
padres aún no les hablan comprado ese texto
indispensable, de lectura obligatoria. Yo
declamaba y el profesor, sentado en uno de los
últimos bancos del aula, fumaba y hacía gestos
aprobatorios con la cabeza, como marcando la
cadencia de mis frases memorizadas. Tenía una
manera muy especial de manipular el cigarrillo,
sosteniéndolo justo en el punto de encuentro
entre las primeras falanges de los dedos mayor e
índice derechos, allí donde la piel humana de
las manos forma un repliegue atávico que hace
pensar en las membranas natatorias de las patas
de las aves acuáticas. Por eso, cada vez que
pitaba, se llevaba toda la palma de la mano a la
cara, que así desaparecía de mi vista. Por
entonces se fumaba cigarrillos sin filtro y el
tipo, que tendría alrededor de veinticinco años
-la mitad de mi edad ahora- pitaba intensamente y
exhalaba una corta bocanada antes de inhalar el
resto del humo que, por unos instantes, había
estado inflándole la boca como quien hace buches
de sabiduría. Yo todavía no había empezado a
fumar, pero en aquellas tardes libertadoras de
primavera de fines de 1955 me preguntaba: "Y
yo: ¿soy apolíneo o soy dionisíaco...
?" Sigo ig- norándolo y quizá
ésta sea una de las preguntas filosóficas más
sinceras entre las tantas que suelo formularme.
Pero durante el verano de 1956
empecé a fumar: había amenazas de nuevas
epidemias de poliomielitis y a los menores de
dieciocho se nos prohibió nadar en la pileta y
salir a remar o a navegar por el Río de la
Plata. En la costa, en el ocio, idioti- zados por
el calor, todos los varones nos sentábamos a
esperar la mayoría de edad, a mi- rar el río y
a fantasear fumando sobre el futuro. Desde
entonces casi todos los días de mi vida me los
pasé fumando, y aún hoy, cuando me detengo en
la expresión "filosofía", algo en mí
arranca el seguro que sujeta los deseos
desesperados de fumar, como si esta vez, -sí:
¡esta vez!- ese agujero que señala el término
"filosofía", (¿soy apolíneo?/
¿soy dioni- síaco?/ soy? ) pudiese, humo
mediante, colmarse de algo más que ese vacío
del aire insípido. Es evidente que la más leve
intoxicación, ya desde la primer pitada al nuevo
ciga- rrillo, produce una vaga ensoñación, una
ínfima obnubilación, que mitiga la lucidez
intolera- ble provocada por las preguntas sin
respuesta. Ya fumador, ingresé a quinto año y
allí se produjo mi tercer y definitivo encuentro
con la filosofía. Esta vez, bajo la forma de un
curso de lógica que obligaba a concluir el
bachillerato conociendo las reglas del silogismo,
la doctrina de los Idola de Bacon, las
reglas de la inducción de Mill, y, tal vez por
un capricho del profesor, la sucesión
nemotécnica "barbara, celarent, darii,
ferio, cesarent, camestres, festino, baroco,
etc..." con la que todavía puedo
asombrar a una estudiante de filosofía
desprevenida.
En esa misma época encontré
la amistad de Gerardo Andújar, que aún era
dirigente del centro de estudiantes de
filosofía. Admiraba a Andújar porque era el
líder social e intelectual del grupo de
anarquistas al que había preferido integrarme.
Los anarquistas viejos usaban pistolas Star Nueve
Largo, dudosos remanentes de la gue- rra de
España, y los más jóvenes usaban Colts o
Ballester Molina calibre 45. En cambio, Andújar
usaba dos revólveres 38, y a su manera cordial y
anarco- criolla, despreciaba a los usuarios de
armas automáticas: decía que eran armas de
imbéciles milicos, aseguraba que eran riesgosas
porque solían encasquillarse y garantizaba que
un revolucionario capaz de disparar con ambas
manos jamás necesitaría sobrevivir más allá
del décimo disparo. Lo admiraba tanto, y tan
poco temía su ineludible censura que una noche
me atreví a preguntarle si éramos apolíneos o
dionisíacos y él respondió que esa era la
pregunta típica de un boludo, y que si en verdad
a alguien le interesaba la filosofía, tenía que
preguntarse cómo hacer para no conventirse en un
chancho burgués, y poner especial cuidado en no
volverse puto.
Algo debió haber sospechado de
mí, porque se puso muy serio en el mo- mento en
que me advirtió: "la facultad está
llena de putos y todos los putos, tarde o
temprano, se vuelven frondizistas..." Pensé
que exageraba, pero, con el tiempo, el tiempo
vino a darle en parte la razón. Después topé
con Sartre y entonces la cuestión de si era o no
era dionisíaco o apolíneo se me volvió un poco
menos acuciante. Ya estaba decidido: la
existencia precede a la esencia, yo soy un ser
para la muerte, debo saber que soy un hombre
antes de proponerme el conocimiento del sistema.
Y al mismo tiempo to- dos, efectivamente, se iban
volviendo frondizistas, tal como doce años más
tarde supieron devenir castro-frejulistas y, otra
vez, doce años más tarde, se dividieron a las
apuradas entre demócrata -radicales o
demócrata-peronistas. Yo fumador, confieso que
siempre, detrás de cada una de estas
conversiones generacionales, sospecho un mal
efecto de las lecturas filosóficas.
Llamo lecturas filosóficas a
eso que había hecho yo con Jung, des- pués con
Sartre y Merleau - Ponty, y más o tarde con
otros ciento cincuenta o doscientos sesenta y
tres autores desparejamente transitados. ¿En
estos tiempos de la tercer restau- ración
neokantina, como escapar a la Verstehen? Si
cada vez que veo a la gente de cada generación
huir despavorida del terror sembrado por un par
de libritos para refu- giarse en la manada que
alentándolos les infunde una vaga ilusión de
poder, vuelvo a de- cirme, con la voz más
cálida y grave que soy capaz de simular en mi
imaginación:
-¡Ahhh-ayyy ... ! ¡Si
supiesen fumar! Si tuviesen un cigarrillo, o
alguna otra forma de certidumbre humana para
llenar ese vacío de saber o ese vacío de hacer
que se produce cuando uno, alucinado, siente
saber, o cree saber... Si para esos instantes de
terror a la incertidumbre, o de regodeo soberbio
con un par de certezas recién venidas, este inmenso
arsenal de mercancías les ofreciera algo que
los ayude a permanecer allí, hieráticos frente
al terror gozoso de ignorar, o consternados bajo
al goce terrible de saber, el destino originario
de la filosofía quedaría, en ellos, cumplido
... !" < br> Pero no: incluso buenos
fumadores, consumido- res de hasta dos paquetes
diarios de Marlboro Box, salen disparados del
pozo del saber o de las cimas de la incertidumbre
y caen sentados de culo -de culo inmenso, de culo
de (xateopa) -justo en el centro del escenario
del teatro de la política representativa
burguesa.
"En el desierto del
amor -proclamaba Pilar, un estudiante de
filosofía que condujo la toma de la Facultad un
17 de octubre, en tiempos del peronismo
proscripto- el espejis mo del poder".
Y tal vez el amor pueda ser un buen sucedáneo
del cigarrillo cuando se trata de detener el alma
en el intervalo perpetuo del terror de la
filosofía. Y a propósito del amor, pienso que
el amor a la sabiduría, como el amor, debe
adiestrarse en la falta de su objeto para no
perderse en los ensueños de la convergencia con
el sentido social, tal como el otro se derrama en
la palangana tibia de la institución del
matrimonio. Y propósito de la familia, creo
haber puesto alguna vez que durante años la
palabra filosofía me evocó la imagen de unas
uñas cuidadas y durísimas: filosas. Y durante
años, cada vez que esta imagen familiar, espuria
y perturbadora volvía a mi mente, prendía un
cigarrillo, o pitaba con ferocidad el cigarrillo
que en ese momento tenía en uso, como si sólo
pronunciando la intoxicación, o acentuando la
experiencia de consumo y destrucción que aluden
la aceleración del camino de la brasa y el
exacerbamiento de la irritación faríngea y
laríngea , pudiese librarme de la verguenza
infantil por haber asimilado mal una etimología.
Ahora, pasado el tiempo, calmadas las pasiones,
mejor dispuesto el ánimo y reconciliado con mi
filogenia, encuentro que, en efecto, el filo es
producto de una pasión devastadora del metal y
la piedra, o de la uña y la lima, y todo saber
es sólo el correlato -el relato- de esos
encuentros desvastadores -¡filias!- atendidos
por un trabajo humano que persigue una meta de
perfección como la que aquella chica, hacia
1945, representaba sutilmente para mí con su
esmerada aplicación al cuidado de sus uñas.
Pero: ¿Qué exacerba esta
exacerbación? Difícilmente esta pregunta pueda
ser bien atendida por un filósofo. La
filosofía, suelo pensar, es algo demasiado serio
para dejarla a cargo de los filósofos. Llamo
filósofos a los que mundana mente se reconocen
como tales: los que antes fueron filo- cátedras
de Estado, ahora tien den a ser filo-papers o
filo-fundaciones. Hace poco, el autor me remitió
un librito de filo sofía, redactado en primera
persona: al cabo de la lectura de cuarenta
páginas tabulé que no menos de seis veces se
llamaba a sí mismo "filósofo".
Naturalmente, el autor, un profe sor, trabajaba
como filósofo en uno de esos entes que cobran
una pequeña suma mensual para orientar lecturas
filosóficas y, de paso, facilitar que la gente
que paga la matrícula tenga contacto directo,
-tacto, interlocución, tuteo- con alguien que,
si no estuviera legitimado de alguna manera como
filósofo, no le sería tan fácil ocupar ese
sector privilegiado del mostrador. Hacia 1968 yo
tenía que estar casado con una mujer que quería
ser psicoanalista: quería pasar al lado bueno
del mostrador en el mercado del terror médico
asistencial. Aquel año, todas las chicas que
aspiraban al pase trataban de perfeccionar
y standarizar su discurso, -como quien pule sus
uñas- integrándose a alguno de los tantos
"grupos de estudio" que pululaban.
Había un León que fascinaba a mi muchacha
relatándole los Manuscritos del 48 de Marx y la
Psicología de las Masas de Freud, y mostrándole
todo lo que podía hacer un filósofo con unas
pocas frases que para ella, y para sus colegas,
no significaban nada. Tanto admiraba a su León,
tanto debió adivinar mis potenciales celos, que
a otros tantos penosos deberes conyugales me
agregó el de asistir a una serie de reuniones
con su "grupo de estudios". Todo lo que
aprendí sobre la circulación pública y los
subproductos de la filosofía lo debo a esa
decena de encuentros en el pequeño zoo
freudomarxista. Cada tanto tropiezo con chicas
parecidas. Ahora uno las ve asistir con la misma
finalidad -pulirse para-, a instituciones más
formales que operan under licenses variables,
algunas complementarias, otras sustitutivas,
todas competitivas en el mercado de captación de
matrículas. Vi una que va a un centro que
distribuye Nietzsche, a otra que asiste al que
opera la licencia Foucault y a otra que ya se
anotó en uno nuevo que expende
simultáneamente Rorty, Popper, Davidson Y
¡Walter Benjarnin...! Cada una alcanza
resultados semejantes: se pulen. Y más aún si
contemporáneamente asisten a esos talleres
literarios que las dotan para ser redactoras de Página/12
o de Vosotras, o, para después
publicar prosas paródicas en el género de la
psiquiatría ficción francofreudiana en alguna
de las veinte publicaciones vecinas al campo psi.
Paradojas de un país agrícola: que una parte de
la filosofía se cultive dentro del campo de la
psiquiatríaficción. Desempate histórico
circunstancial: que la filosofía, que nació
sembrando el terror de las presuntas sin
respuestas, que sucumbió durante siglos al
terror de Dios y después al de las ciencias,
ahora aparezca sujetándose al terror médico, o
alterne sus lealtades entre éste y el terror
corporativo representado por el aparato
económico promocional de las fundaciones. Creo
que, como en el cincuenta y seis, en el sesenta y
ocho y en el ochenta, estamos viviendo una gran
víspera, aunque nadie se atreva a vaticinar
víspera de qué carajo pueda ser esta vez.
Trabajo con indicios tan vagos como los que a lo
largo de mis tres generaciones me fueron
eximiendo de as peregrinaciones masivas
frondisartreana, freudocastro-frejulista, y
stderrotademócratoperoneoradical. Trabajo con
una materia tan poco noble como las como las
pasiones chicas y rutinarias que se revelan en
nuestra colección íntima de cassettes, y tan
dispersa como las nociones que refleja la
irrupción pública de los filósofos en la
prensa cultural y con tan poca cosa, con esta
base de datos enclenque, intento definir el
carácter de esta tercera víspera a la que otra
vez desde afuera, y apenas ligado a una palabra
me toca asistir. Víspera apenas diferenciada por
el predominio del free-jazz
pragmáticodeconstruccionista que tanto estimula
el desempeño de los solistas de word-processor
que ejecutan sus papers. Vísperas de lo mismo.
¿Qué es? Es, otra vez, sospecho, el destino
menor de la filosofía que impone a los
filósofos la función de saber-para
(reproducir la institución que los ujeta) y
dirige su discurso a ordenar y cementar el tono
de la época: el conjunto de relatos que
enmascaran el lazo social. El carácter de este
destino menor ya viene viéndose: es la palabra
de los filósofos agregándose con su decir al
coro de los victoriosos, o más profesionalmente,
buscando con su trabajo de indagación textual o
conceptual, una razón de ser a esta victoria a
la que nadie termina de encontrarle gracia. Hoy,
creo desde afuera, llega el tiempo paradojal de
la filosofía, que de herramienta para concebir
fundamentos se ha vuelto un arma para el combate
contra todo fundamentalismo. Entre ellos, destaco
aquellos a los que adhiero: los de pensar e
interrogar esos objetos de reflexión que
aparentan ser datos inevitables. Pero también
señalo a todos los demás a los que reconozco
como reservas naturales de la humanidad y de su
empeño por rehabilitar, a contrahistoria, la
práctica ancestral de experimentar
colectivamente valores y sentidos de la vida tan
caprichosos y disonantes como todos los que hasta
ahora los hombres han puesto a prueba. Pienso que
es totalmente casual que sea un peruano filósofo
quien orienta el fundamentalismo que más alarma
al pensamiento de América. Pero sospecho que
sólo la impronta de un filósofo puede explicar
la perplejidad y la revulsión que su emergencia
provoca entre los intelectuales. Sólo la
filosofía -ese ejercicio milenario que es
demasiado grave como para dejarlo a cargo del
personal que revista en la institución
filosófica- puede librarnos del cogito-interruptus
que impulsa a la actio-praecox, una de
cuyas formas -de moda- es el discurso de la
indiferencia y el regodeo con la eficacia del think-processor
que provee el arsenal del soft contemporáneo.
Sólo la filosofía bajo la forma de su
originario destino mayor puede mantenernos
cuerdos bailando en el filo de una contradicción
como la que acabo de enunciar, la que habito.
|