¡El lechón...! ¡El lechón con cerveza...!
Gritó el Japonés desde cubierta.
Y yo, en la cabina, trataba de calcular nuestra
posición: eran las 21.30 Greenwich, las 18 hora local,
la que usábamos a bordo. El sol se había puesto a las
17 y a pesar de las nubes, pude bajar un par de astros.
Hacía noventa horas que navegábamos nublado y nublado y
la posición estimada por la corredera de nudos y alguna
corrección de radiogoniómetro no estaba tan mal: quince
millas de error.
Pero el grito del Japonés me recordó el lechón.
Lo habíamos estibado en el fondo de la freezer, la tarde
que salimos de Mar del Plata, hacía ya ciento doce
horas.
Lo habíamos comprado en la rotisería del puerto. Allí
estuvimos varias veces abasteciéndonos de conservas y
bebidas y el último día, cuando pasamos para encargar
media docena de pollos, charlábamos con el vendedor y el
Japonés descubrió los lechones. Chicos, tres o cuatro
kilos, quisimos comprar un par. El patrón, que sabía
que la tarde siguiente zarparíamos a Brasil, nos
recomendó que ni los llevásemos. Según él estaban muy
condimentados, por eso nos aconsejó comprarle un lechón
crudo, para que lo hiciésemos asar en el horno de
panadería de la base naval, donde el concesionario era
cuñado o primo de su mujer.
Agradecidos, nos fuimos con un lechoncito blanco y
limpísimo. Lo acababan de cuerear pero le habían dejado
puestos los ojos. Redondos, marrones, grandes: eso
impresionaba. El napolitano de la panadería naval se
llamaba Palumbo y como le gustaban los veleros no nos
quiso cobrar. Lo asó envuelto en aluminio y lo trajo a
bordo la mañana siguiente. El Japonés le mostró el
Chila, la maniobra y los detalles de carpintería
interior.
Los escuchaba hablar entusiasmados mientras hacía lugar
para el lechón, aún tibio, en el fondo de la freezer.
Terminaba de anotar la posición en el libro de a bordo y
recordé la cara del napolitano cuando entreabrió las
láminas de papel metálico para mostrarnos la piel
dorada del lechón. Los ojitos se habían achicado y
estaban secos. Esa noche lo comeríamos:
¡Uy... El lechón...! grité al Japonés.
¡Termino de estimar la posición y lo busco! .
Estábamos en 21Q 13' lo" Sur y 44Q 00' 09"
Oeste o en un círculo de cinco millas alrededor de ese
puntito de la carta. El Chila avanzaba a 7 nudos con
mayor, mesana y genoa dos. Levábamos rumbo 17Q, soplaba
Este, empezaba el cuarto día de navegación y pensé si
el lechón habría perdido sabor a causa del frío del
freezer.
¿Qué horas son...? Preguntó el Japonés
desde cubierta.
Las seis mentí. Eran las siete en Río, hora
que habíamos adoptado para el uso a bordo y para rotar
las guardias. No quería que el Japonés, que acababa de
hacerse cargo de la guardia, me apurase con la cena.
Encontré el chancho al fondo de la conservadora. Se
había corrido a sotavento, hacia babor.
La temperatura de la freezer era baja menos doce
según el termostato, y la humedad nula, cuatro por
ciento. en contraste con la atmósfera del barco:
veintitrés grados, noventa y cinco por ciento de
humedad.
Miré el lechón mientras se descongelaba bajo la
lámpara de la mesada. Estaba perfecto. No me gustan las
carnes naturales a bordo. El pollo, especialmente, aunque
esté en la congelador siempre se descompone, suelta una
gelatina amarillenta de gusto subido y en cuanto se
descongela absorbe humedad del ambiente y toma una
consistencia acartonada que me resulta más desagradable
que la carne medio podrida de vaca o cordero que tantas
veces debí masticar disciplinadamente.
Arriba el Japonés insistía con la cerveza:
¡Animal...! Con vino... El lechón va con vino...
Le dije, dando a entender que la cena estaba lista.
No... ¡Con cerveza! Con cerveza, lechuga, tomate y
si queda mayonesa, con mayonesa me respondió.
Quedaba ensalada de la mañana, bastó condimentarla y en
un par de minutos serví la cena en la dinette, donde el
Japonés había dejado naipes, revistas de historietas,
documentos y una campera húmeda sobre la mesa.
¡Antes de comer, ordená esta roña...! Re
clamé, y me senté frente al timón fingiendo calibrar
el automático para justificar que él se hiciese cargo
de su responsabilidad.
Pero no fue necesario calibrar: las velas estaban bien
establecidas y seguía soplando viento Este clavado, la
misma brisa que nos acompañaba desde la partida de Mar
del Plata.
Por las noches refrescaba alguna vez llegó a
soplar más de treinta nudos, con el amanecer
empezaba a desinflarse y a mediodía calmaba y caía a
cuatro o cinco nudos. Cuando empezaba a bajar el sol
volvía a refrescar y al atardecer soplaban diez, quince,
dieciocho o veinte nudos.
A la puesta del sol se producían unos cortos borneos al
norte, que nos sorprendían con las velas abiertas y
provocaban repentinas flameadas que frenaban al barco.
Pero esa tarde no fue necesario calibrar el piloto, pues
al minuto de bornear volvía a soplar del este y se
restablecía la marcha normal del Chila.
Abajo puteaba el Japonés. No le gustaba ordenar. Sólo
servía para trabajos de mantenimiento, mecánica,
reparación de velas, hacer gazas, reponer el agua de las
baterías o controlar el remanente de agua potable.
Odiaba timonear, establecer las velas, hacer maniobras en
la proa y estar en cubierta bajo la lluvia o cuando el
mar mojaba: odiaba todo lo bueno de navegar.
Por eso nos complementábamos. Llevábamos más de cinco
mil millas navegando juntos: una traída del Veracruz de
los Sotelo desde Marbelhead a Punta del Este, un crucero
en El Maula desde San Fernando a Florianòápolis,
docenas de cruces Mar del PlataBuceo y Buenos
AiresPunta, y ahora este trabajo de llevar el Chila
desde el club Mar del Plata a la marina de Botafogo,
frente al departamento de su nuevo dueño, un tal
Kuperman. Rarísimo: había sido rabino en la Argentina,
después estuvo veinte años en la India estudiando
filosofía, y después tomó ciudadanía yanqui. De
viejo, se casó con una bailarina de ballet que se gastó
la herencia de los padres para comprarle el Chila:
habían pagado tres cientos cincuenta mil dólares por
este barco, y ahora él estaba en Brasil por un año,
dirigiendo una fundación norteamericana, y la mujer se
había quedado en Chicago, dando clases de danza
oriental, sin marido y sin barco.
Cuando me comentaron el precio del Chila calculé que la
tipa había gastado trescientos dólares por centímetro,
treinta dólares por milímetro. Y una vez que comíamos
jamón el Japonés se reía solo y cuando le pregunté
por qué reía me dio que pensaba en el Chila cortado en
fetas finísimas como jamón, cada una de las cuales
costaría más que un kilo de jamón. A él nunca se le
hubiera ocurrido calcular por milímetro el precio de un
barco. Pero yo jamás habría comparado un barco ni una
feta de barco con un fiambre por más apetecible que
estuviera en aquel atardecer tan lejos de los buenos
restaurantes del mundo. Era brillante el Japo.
También en eso nos complementábamos.
Lo conocí en 1973, la tarde del 29 de diciembre, en el
Yacht Club de Buceo. Necesitaba estar el 31 en Punta del
Este en el "este", como dicen los
orientales, no tenía ganas de subir a la ciudad
para tomar un ómnibus y por entonces el taxi costaba una
fortuna. Anduve preguntando si alguien se embarcada para
la Punta y entonces me lo presentaron: Dumas,
encantado... Le di la mano.
Orlando, un gusto respondió.
¿Argentino...? Sí dije, ¿vos
también...? No, paraguayo de nacimiento, pero
criado en San Fernando... ' Le habían pagado para llevar
un crucero de lujo a Punta. Había entrado en el Buceo
porque amenazaba pampero y como muchos de los que andaban
remoloneando por el muelle matando el tiempo, esperó un
día, esperó dos, y el pampero no terminaba de largarse.
El barómetro seguía bajo, por eso nadie se animaba a
salir. A las siete de la tarde me dijo: Si no refucila, a
las nueve nos mandamos.
Perfecto dije y quise saber cómo era el
barco.
Así, así, más o menos... me explicó
figurando un gesto de bamboleo o de duda con la mano
derecha y me lo señaló. vi el barco: un crucero de
lujo, pensado para pasear por el Delta del Paraná, nada
adecuado al mar abierto. Tenía dos motores nafteros de
trescientos caballos que se jalaban cerca de cien litros
por hora sin rendir más de veinte nudos: mil litros de
Buenos Aires a Punta del Este, una locura.
Tiene seguro. Nos andamos pegados a la costa y
listo... Me tranquilizó.
Yo nado bien le contesté.
Yo también. ¿Dormiste anoche? La pregunta era
obligada. Aquellas noches nadie solía dormir. La
gente subía a Montevideo a tomar, había uruguayos y
turistas que te invitaban a sus casas, había
guitarreadas, mesas de pócker y firmadas en el puerto y
de mañana todo el mundo iba a la playa a nadar o a tomar
mate mirando el horizonte y las nubes con apariencia de
pampero que seguían quietas, como el agua mansa del
río.
Sí, apoliyé toda la noche, hasta las dos de la
tarde le contesté.
Mejor. Si nos hundimos vamos .a tratar de salvar
algo para nosotros...
Bien respondí. Pero a bordo era un puro
lujo, cristalería, cubiertos, almohadones con pieles,
nada que valiese la pena robar.
¿Qué salvarías si se hunde? le pregunté.
El champán: en la sentina hay seis cajones de
champán de la embajada chilena. El champán, para
festejar dijo el Japonés.
Lo imaginé nadando con un salvavidas y un cabo a la
rastra con seis cajones de champán y me gustó el tipo:
seguro, franco. Quise saber: ¿Por qué te dicen
Japonés...? Por achinado dijo señalándose
los ojos chiquitos. ¡Y porque jugaba al
béisbol...! Una vez, de pendejo, jugaba en un equipo de
japoneses y una tipa me empezó a gritar en japonés
"gua gua gua", creyéndose que yo era de la
colectividad... Explicaba.
Japonés es el que dibujó este barco lo
interrumpí.
Sí. ¡Picasso no era! Fijáte que el fondo, que
aguanta toda la hotelería y las máquinas, lo hicieron
de una pulgada de cedro y al espejo, que está de puro
adorno, le metieron lapacho de 35 milímetros para darle
pinta...
No le creí, pero rato después, al recorrer el
barco, pensé que aunque el Japonés exageraba, era una
de las peores entre las tantas cosas mal calculadas que
flotan por el Río de la Plata.
Oscurecía en Montevideo. Soplaba Noroeste y no se veía
una nube. El barómetro seguía bajo y hasta en la
pesadez de las conversaciones de la gente del muelle se
notaba venir la tormenta.
Miré al Sur y al Suroeste: ni un relámpago, ni un
cambio en el dibujo de las nubes.
¿Y qué hacemos...? Dudé.
Nos piramos decidió.
A las nueve y media dejamos la amarra de Buceo. Algunos
conocidos nos desearon suerte.
Desde un cadete fondeado cerca de la saliva un gordo
preguntó: ¿Llevan paraguas? No... ¡Comida
pa' las medusas! gritó el Japonés.
El gordo riendo, con su jarrito de aluminio en la mano
fue lo último que vi del puerto. Después me acordé
mucho de él. El Japonés puso rumbo al Este y aceleró.
Los motores giraban a dos mil vueltas y salimos haciendo
cerca de quince nudos: llegaríamos a Punta entre las dos
y las tres de la madrugada.
Al rato me cedió el comando. Traté de tomarle la mano,
nada fácil: no bien creía haber logrado una buena
combinación de aceleradores y timón, y en cuanto mis
reflejos se habían organizado para administrarla, una
repentina desviación me obligaba a restablecer el
equilibrio, generalmente, al precio de un cambio de
veinte y de hasta treinta grados en el rumbo.
En cabina, recostado en un diván de piel de cebra, el
Japonés leía una historieta. De a ratos se incorporaba
para controlar el rumbo en el compás de la timonera
interior y cuando me descubría alguna desviación
vociferaba:
¡Eha, eha cochero...! Y yo lo mandaba al carajo
porque los brazos me dolían, no tanto por el esfuerzo,
sino por la concentración inútil que requería ese
barco.
Rolaba quince grados, casi sin olas y como al inclinarse
hacia una banda trabajaba más el motor de ese lado, la
proa enfilaba hacia la banda opuesta. No había manera de
eliminar aquel efecto tan enervante.
Después de vigilarme un rato el Japonés me tomó
confianza. Subió a avisar que dormiría una siesta en el
camarote y me pidió que lo despertase a las doce. Bajó
él, y cuando vi que las luces del camarote se apagaban
me despreocupé del nimbo y lo dejé oscilar. No tenía
apuro por llegar ni necesidad de ahorrar combustible.
Navegué más tranquilo y aumenté la velocidad. Los Gray
giraban a dos mil quinientas vueltas, la aguja marcaba
apenas veinte nudos.
Eran las diez.
En la timonera de cubierta había un receptor de radio.
Sintonicé la emisora del Estado uruguayo, SODRE.
Transmitían "La Traviata", estábamos en mitad
del primer acto y violeta deliraba en voz alta sobre el
valor de la libertad y la pasión de su joven Alfredo. El
mar estaba calmo, seguía soplando suave el Noroeste y
unas ondas muy remolonas nos tomaban por estribor y por
la aleta, provocando el rolido tan molesto.
Pero a mí eso ya no me importaba: venía tarareando el
aria de violeta, dos octavas más bajo, casi en el
registro de los escapes de los Gray.
Cuando el señor Germont golpeó la puerta eran las once
menos cuarto y empezaba a relampaguear en el Sudoeste. A
proa se notaban las luces de Piriápolis, y aunque la
oscuridad impedía calcular la distancia de la costa a
babor, según la profundidad, si la ecosonda no me
engañaba, debíamos tenerla a tres o cuatro millas.
Resolví acercarme y mantener el rumbo sobre la isobata
de tres metros de profundidad, a una o dos millas de la
costa. A las once abandoné por unos instantes "La
Traviata" y sintonicé radio Provincia de Buenos
Aires para escuchar el boletín meteorológico.
Llovía en Mar del Plata y en Maipú. Anunciaban vientos
de regulares a fuertes del Sur y esa tarde un temporal se
había desencadenado en Tandil.
Volví a sintonizar Sodre y calculé que si la tormenta
estaba en Mar del Plata, corriéndose a cuarenta y cinco
millas horarias, llegaría a Punta del Este una hora
después que nosotros. Los relámpagos se concentraban en
una zona que tenía el aspecto de un frente de tormenta.
Creí ver cúmulus, pero mientras violeta despedía a
Alfredo para siempre, decidí que esa imagen
era producto del cansancio de timonear, una alucinación
visual y sólo eso.
El Japonés debió haber visto el reflejo de los
relámpagos porque ante de las once y media salió del
camarote y subió a la timonera con dos latas de cerveza
recién abiertas. Extendió sobre la mesa de navegación
su revista de historietas: ¡Qué asco! ¿Leíste
ésta...? Preguntó.
No. ¿Qué es...? Dije. Historietas jamás
han sido mi fuerte.
Una nueva, "Maxi Tops".
Leí los titulares. Había una historieta mal ilustrada
sobre cowboys y otra sobre hippies.
Osvaldo Lamborghini firmaba esta última. Me sorprendió:
engañaba, debíamos tenerla a tres o cuatro millas.
Resolví acercarme y mantener el rumbo sobre la isobata
de tres metros de profundidad, a una o dos millas de la
costa. A las once abandoné por unos instantes "La
Traviata" y sintonicé radio Provincia de Buenos
Aires para escuchar el boletín meteorológico.
Llovía en Mar del Plata y en Maipú. Anunciaban vientos
de regulares a fuertes del Sur y esa tarde un temporal se
había desencadenado en Tandil.
Volví a sintonizar SODRE y calculé que si la tormenta
estaba en Mar del Plata, corriéndose a cuarenta y cinco
millas horarias, llegaría a Punta del Este una hora
después que nosotros. Los relámpagos se concentraban en
una zona que tenía el aspecto de un frente de tormenta.
Creí ver cúmulus, pero mientras violeta despedía a
Alfredo para siempre, decidí que esa imagen
era producto del cansancio de timonear, una alucinación
visual y sólo eso.
El Japonés debió haber visto el reflejo de los
relámpagos porque ante de las once y media salió del
camarote y subió a la timonera con dos latas de cerveza
recién abiertas. Extendió sobre la mesa de navegación
su revista de historietas: ¡Qué asco! ¿Leíste
ésta...? Preguntó.
No. ¿Qué es...? Dije. Historietas jamás
han sido mi fuerte.
Una nueva, "Maxi Tops".
Leí los titulares. Había una historieta mal ilustrada
sobre cowboys y otra sobre hippies.
Osvaldo Lamborghini firmaba esta última. Me sorprendió:
No seguí con el tema. Bajé a la cabina a consultar una
carta la única de a bordo, y confirmé la
profundidad y el rumbo. En efecto, las luces que
veíamos a proa correspondían a Piriápolis. Busqué un
salvavidas y calcé mis botas y. mi traje de agua.
Cargué en los bolsillos unas barras de chocolate que
había en el botiquín y en mi bolso de mano, el único
equipaje que llevé a Uruguay, agregué una cantimplora
de cognac, un par de latas de cerveza, una botella de un
litro de Coca Cola, una manta inglesa y un juego de
herramientas en miniatura que hasta esa noche
pertenecieron al dueño del barco. Cerré el bolso, lo
aseguré con un cabo al salvavidas y salí a la noche
cálida. El Japonés no se sorprendió, me cedió el
timón y bajó a la cabina: él también quería
prepararse. Al volver preguntó: ¿Se acerca...?
Respondí afirmativamente. Ya no se veían las luces de
Piriápolis. Sobre la costa estaba la tormenta, o había
comenzado a llover. Pronto lo sabríamos.
¿Y...? ¿Preparaste el champán...?
Pregunté bromeando, para disimular el miedo.
No es el momento. ¿Te parece de volver...?
No, sería peor. Si la que se viene es ésa
dije señalando la zona donde se concentraban los
relámpagos, nos va agarrar justo de proa.
Mejor... Pero mejor de todo sería que esperase...
comentó como hablando para sí mismo. Y
prosiguió: Yo le había dicho al tipo que
esperásemos... Que esto no es para el mar...
Pero hoy llamó desde Punta del Este, que quería tener
ahí el barco mañana mismo...
¿Y le dijiste que se podía ir al fondo...?
Sí...
Y qué te contestó? Que no importaba, que se
compraba otro...
¿Tiene seguro? Sí, el barco sí dijo
y rió, medio nerviosamente. .
Yo también reí, y para tranquilizarlo sobre mi ánimo
le conté algunas tormentas que me habían tocado.
Pasamos un buen rato intercambiando anécdotas.
Yo pongo proa a la playa y listo... Dijo él.
Yo me bajo, sin mojarme las botas, salto a la arena
y chau... Dije yo, siguiendo su broma Era el plan
más razonable. Por esa zona hay piedra, pero la mayor
parte de la costa es de arena blanca y cae a pico. Si uno
fuese indiferente al destino del barco, en esa zona no le
sería difícil bajar a tierra casi sin mojarse los pies.
Pero no es fácil cambiar ciertas costumbres: la gente se
habitúa a navegar en barcos que quiere j preferiría
ahogarse antes de perderlos o dejarlos hundir entre las
piedras. Así nace un reflejo de miedo por el barco.
Porque aquella noche no había nada que temer: viniera
del Sur o del Sudeste, el pampero nos llevaría
inevitablemente hacia la costa. Un chapuzón, perder el
bolso con los documentos en el peor de los casos, y ganar
una anécdota nueva para contar a lo largo de toda una
vida cuyo futuro está fuera de discusión. Pero está
ese reflejo, y el miedo la sensación de hielo en
el estómago, la garganta seca, las manos que se crispan
alrededor de cualquier objeto, era idéntico
al que se puede sentir en medio del mar, cuando aparece
el riesgo de naufragio. Uno es presa del hábito y se
hace difícil en momentos así integrar la idea de que
los barcos ajenos y hechos para pasear en lagunas no
merecen ninguna consideración.
Debo haber controlado la carta un par de veces. Mi plan,
al que él Japonés adhería, era mantener el barco sobre
la línea de profundidad de cuatro a cinco metros. De ese
modo, entre Atlántida y Punta Ballenas no había riesgo
de alejarse más de una milla, o un par de millas de la
costa, en el peor de los casos. A las doce consulté el
reloj por última vez. Los rayos pegaban cerca y los
truenos se escuchaban al cabo de veinticinco o treinta
segundos. Le iba a decir al Japonés que el borde de
ataque de la tormenta estaba a seis o siete millas,
cuando la primer racha nos castigó. venía yo a cargo
del timón y cedí el comando al Japonés. La lluvia
helada parecía granizo, pero bastó mirar la cubierta,
iluminada por los reflejos de la timonera, para saber que
era agua y sólo agua eso que golpeaba la cara casi hasta
lastimar. El mar comenzaba a arbolarse. Las luces de
Piriápolis ya no se veían y el crucero enterraba la
proa en las primeras olas de la tormenta.
Miré la sonda: tres metros. Navegábamos muy arrimados a
la costa. En un velero yo hubiese puesto rumbo mar
adentro para defender el barco, pero ahí sólo rogaba
que la primera piedra que golpease el casco estuviera muy
cerca de la playa. Apenas podíamos conservar la
enfilación, guiñábamos cuarenta grados a cada banda y
no bien se corregía el rumbo la proa volvía a cruzar el
viento, arrachado y borneador, y terminábamos con un
desvío de cuarenta o cincuenta grados hacia el cuadrante
opuesto. La marejada grande comenzó a los diez o quince
minutos. No soplaba mucho, calculo un máximo de cuarenta
nudos de viento. Pero los motores girando cerca de las
cuatro mil vueltas no rendían más de cinco nudos y por
momentos la aguja del velocímetro caía al cero y no me
pareció improbable que estuviésemos frenados y
retrocediendo a la velocidad de la corriente, que debía
ser de tres o cuatro nudos por lo menos.
Llegaba la ola, el barco hundía la proa hasta que la
cresta se acercaba a la popa y recién entonces emergía
la proa, y todo acompañado por las variaciones del ruido
del motor, porque al caer la proa, durante unos segundos
las hélices giraban en el aire y el régimen subía
hasta el límite de cinco a seis mil vueltas.
Por suerte algo regulaba la velocidad sus pendiendo
momentáneamente la alimentación de los carburadores al
superar cierto nivel de vueltas.
Eso, que ocurría cada dos o tres olas, nos dejaba
paralizados y sin gobierno y el barco se atravesaba más
y alguna rompiente nos pasaba por encima.
Mientras tanto rolábamos, caíamos a babor más que a
estribor, creo que a causa de algún error en la
instalación de los depósitos de nafta. Por la banda de
babor embarcábamos agua. Pensé que si tina de esas
caídas se producía cuando habíamos guiñado hacia el
Oeste podríamos tumbar, y me preocupé, porque hundido
uno se salva, pero dando una vuelta de campana, con esa
timonera a casi cuatro metros de la superficie del agua,
lo más probable sería reventarse contra la arena del
fondo mucho antes de respirar la primera bocanada de agua
liberadora. Quise prender un cigarrillo. Saqué uno o dos
Embajadores mojados del saco de aguas y finalmente el
Japonés me pasó un Jockey Club que milagrosamente
conservaba encendido. Sentía la garganta cada vez más
seca. El Japonés me pidió algo para tomar y bajé a la
cabina a buscar la Coca y el cognac y mi bolso con el
cabo que había preparado para el caso de embicar en la
playa o para la eventualidad, que entonces me pareció
más probable, de que se plantasen los motores y
tuviésemos que tirarnos al agua para que la cabina no
nos chupara en la tumbada.
El interior del barco parecía una demolición.
Todo era vidrios rotos, las puertas de los muebles del
salón y la cocina se abrían y cerraban alocadamente.
Hacía gracia la heladera abierta con su luz azulada
reflejándose en el charco de leche, manteca derretida,
vino, huevos y mayonesa que se había formado en la
alfombra. Prendí un Embajadores, tomé la única botella
de Coca sana que pude encontrar y volví a la timonera.
Le pasé un cigarrillo prendido al Japonés.
¿Miedo? Pregunté.
No me dice. ¡Impresión nomás!
¿Dónde está el fondeo? Ni lo busqués,
tenemos una anclita de cinco kilos y un cabo de nylon,
.pero no hay como hacerlo firme, porque el fraile está
con dos tornillos de adorno y no aguanta ni el remolque
de una canoa isleña. Se lo avisé al dueño.
¿Y hay bote? quise saber.
Sí, pero no sirve. Es un plegable: no aguanta el
peso de nadie si hay un poco de ola.
¿Qué tal nadás? Estaba empapado por la
lluvia y por el sudor dentro del traje de aguas.
Bien. Una o dos horas puedo.
, En ese momento enmudeció la radio y se apagaron las
luces del instrumental.
. Un fusible sonó dijo él.
Estaríamos a un par de millas de Piriápolis, donde la
costa hace un recodo y tal vez pudiésemos encontrar un
poco de reparo del viento. Seguimos navegando con la
timonera iluminada desde abajo por los fluorescentes de
la cabina. Era cerca de la una de la madrugada. Miré el
reloj porque me pareció que rolábamos más lentamente.
¿Sería el sueño? Iba a comentárselo al Japonés pero
se me adelantó: Algo siento.. Dijo.
¿Qué..? Algo...
Había aumentado el viento y la lluvia amainaba. Ahora
eran agujitas de agua helada, menos dolorosas que las de
los chubascos de la primera hora.
¿Qué algo...? volví a preguntar.
No sé. ¡Tomá el timón! Y me empujó frente a la
rueda a mí y bajó a la cabina.
No bien dejó la timonera traté de sincronizar los
motores. Estaban en cuatro mil vueltas, bajaban a mil
cuando se clavaba la proa y llegaban a cinco mil cuando
al pasar la ola volvía a hundirse la proa y la hélice
se soltaba a trabajar en el aire. Nunca creí que pudiera
resistir tanto un Gray.
Al volver el Japo me sorprendió con una pregunta:
¿Cuánto es una bomba de dos mil litros? ¿Saca
dos mil por hora o por minuto? Por hora, seguro que
es por hora le dije, sin entender.
Y decime, ¿cuánta agua cabe en diez metros por
uno y medio por dos de ancho? Diez mil, quince mil
litros Calculé.
. ¡Sonamos! Los pisos de la cabina están
flotando. Puse las dos bombas a funcionar, vuelvo a ver
si sacan...
Escuché que gritaba desde abajo: ¡No sacan un
carajo...! ¡Esto se hunde! Fue ahí cuando tuve más
miedo que en cualquier otro momento de mi vida.
rapo, ¿nos tiramos a la playa...? grité. .
No, pará... vamos a ver.
Volvió a la timonera.
¡Pará un motor! me ordenó.
Estás loco.
Pará uno y olvidáté de ponerlo en marcha.
¿Oíste? Amenazó.
¿Qué querés? Sacar el agua. ¡Ni se te
ocurra ponerlo en marcha! El mismo llevó el comando de
un acelerador a cero, e interrumpió el encendido. Antes
de bajar a la cabina amenazó: Ni se te ocurra
arrancarlo...
Con el motor de estribor funcionando a fondo y el timón
clavado hacia la banda opuesta se podía mantener el
rumbo unos minutos. Después una ola volvió a dejarnos
la hélice en el aire, me giró la proa y concluí
recorriendo un círculo completo. Lo mismo volvió a
suceder dos o tres veces, y, según la sonda, con cada
rodeo me acercaba más y más a la playa: por un momento
marcó un metro, no supe si de profundidad o un metro
bajo la quilla, es decir, un metro y medio o un metro
ochenta de profundidad como máximo.
Á la tercera o cuarta vuelta apareció el japonés
gritando: ¡Meté el motor a fondo, carajo! Pero
él mismo empujó con el codo la palanca del acelerador.
El régimen subió a cinco mil vueltas y el barco se hizo
más gobernable. El Japonés me mostró su mano
izquierda, me dijo que tenía la yema de los dedos
chamuscadas, pero con la poca luz que subía desde los
fluorescentes no pude verlas. Me explicó, mordiéndose
los labios de dolor, que había desarmado el sistema de
refrigeración, conectando el caño de la bomba del motor
a la sentina, para desagotarla.
por suerte, ya entrábamos en el reparo de la punta de
Piriápolis. Amainó el viento y la mare jada era menos
violenta. Estuvimos rondando por la bahía un buen rato
hasta que otra aflojada del viento nos animó a seguir
porque no había modo de encontrar 'las balizas de
entrada al puerto de Piriápolis, que no es mucho más
que un zanjón.
Con medio metro de agua adentro y los motores
recalentados aparecimos en Punta del Este cuando empezaba
a clarear. El Japonés dormía, trabado con su cinto a la
butaca del acompañante del timonel. A las cinco y media
amarré al muelle de Prefectura. Lloviznaba, no había
nadie despierto entre tanto barco y edificio y recién a
la hora llegaron los de la aduana en un botecito. Cuando
terminaron la revisión y el papeleo se llevaron al
Japonés a una farmacia a hacerle curar la mano. La tuvo
vendada todo ese verano pero siguió yendo y viniendo,
llevando y trayendo barcos de San Isidro al Este, del
Este a San Isidro, y uno que otro hasta el Brasil. En
marzo del año que empezó al día siguiente de aquel
pampero volví a navegar con él en un barco decente, el
Fiesta, un dibujo de Rhodes, clásico, con palo de madera
y unas velas Ratsey de algodón, que tendrían
veinticinco años pero pintaban impecables. Esa vez
hicimos Punta del EsteBuenos Aires creo que en
treinta horas, con viento sur.
Y nunca más volví a subir a bordo de un crucero: había
aprendido que los barcos a motor son para locos como el
Japonés, hechos para pasarse la vida llevando y trayendo
cosas de fondo chato y decir por ahí que son capaces de
dejarlas hundir y robarse un cajón de champán porque
total tienen seguro y el dueño es un gallego, aunque uno
sepa por experiencia que macanean y que no se atreverían
a perder ni una casa flotante decorada con muebles
provenzales.
¿Te acordás del Pampero en Piriápolis..?
Habló el Japonés.
Yo estaba sirviendo mi tercera porción del chancho, unas
costillitas con piel riquísima, empapadas con el jugo de
medio limón. Terminé mi copa de vino blanco antes de
responder.
Sí, recién pensaba en eso yo le dije.
Qué cagazo flor, ¿eh? Sí. No sé por qué.
No sé por què carajo no nos metimos en la playa...
Reflexioné.
La costumbre. Es la costumbre.
¿Qué fue del dueño? ¿Se habrá ahogado...?
No... Esos no se ahogan nunca, terminan siempre
vendiendo el barco al doble de lo que lo pagaron y se
compran un Mercedes Benz...
Seguimos charlando mientras él comía lechón y tomaba
cerveza Guinness como desafiándome a insistir en que el
lechón va con vino.
Mirá dijo mostrándome las marcas que sus
dedos terminaban de dejar en el vidrio empañado del
porroncito de Guinness, en este dedo no tengo
digitales, y en este otro me extendió su
anular, no tengo tacto. Si me toco el orto con él,
me da la impresión de que me lo está tocando otro.
Era divertido. Le serví otra porción de lechón
mientras él se destapaba otro porrón de Guinness.
El Chila avanzaba aplomado, siempre en rumbo.
Había refrescado el viento, y el barco, recostado sobre
la banda de babor, se, hacía más firme en el agua.
Desde la dinnette parecía que estábamos detenidos. Así
era el andar de ese velero: veinte toneladas nueve
de plomo, dos metros bajo el agua y una orza de
acero inoxidable que se clavaba dos metros más hondo,
dándole ese estilo sereno de atropellar la ola. Daba
confianza el Chila, tal vez por eso nos volteaba el
sueño con tanta facilidad a bordo de ese barco.
Tu guardia, Japo. ¡A cubierta! Reclamé.
Sí... Voy. ¡Ya mismo voy! Respondió. Pero
demoró un largo rato para vestirse con la ropa de abrigo
y preparar sus revistas y su termo con café. Cuando por
fin subió a cubierta la cocina lucía limpia y ordenada
y adivinando el estado en que la encontraría al
levantarme, me fui a dormir a una cucheta de sotavento.
Eran las nueve de la noche.
Tardé en dormirme. Llevaba en mente la idea que me
había pasado Krôpfl un día antes de mi salida de
Buenos Aires para buscar el Chila en Mar del Plata.
Entre el sonido y la estructura hay un abismo...
había dicho para explicar por qué mi voz se
resistía a afinar bien sus predilectos lieder de
Schömberg.
Tenés todo tu viaje para pensarlo. Pensálo con el
"arroz con leche" y cuando vuelvas, si no te
ahogaste, me contestás... Aconsejó, y yo creí
que a partir de esa noción iba a ordenar mis ideas sobre
la música y planeaba aprovechar la tranquilidad del mar
para reflexionar sobre el tema y escribir algo.
Los intervalos son entidades) no relaciones
me había dicho el año anterior. Y esa idea era lo
único original del texto sobre música que escribimos
con Alicia y nos entretuvo más de una semana. Ahora
tenía esta cuestión del "abismo" rondándome,
y una fea sensación de fracaso me agobiaba al pensar que
sólo faltaban dos noches para llegar a Río y no había
escrito siquiera una línea sobre el tema.
Cuando miré el reloj eran las veintitrés. El Chila
seguía en rumbo. Sospeché que el japonés se habría
dormido en la timonera y no me importó.
Necesité ir al baño. Sentía acidez y tomé un va so de
agua con Alka Seltzer antes de volver a tirarme en la
cucheta. A bordo reinaba el orden y la serenidad. Debo
haberme dormido a la una y media de la madrugada. Tomaba
guardia a las seis, hora de a bordo, nueve y treinta hora
de Greenwich. Me quedaba pocas horas de sueño.
Al despertar vi luz, mucha luz en cabina: no eran las
seis. El sol alto pasaba perpendicular mente por el
tambucho de proa: serían las diez.
El Japonés se había dormido al timón una vez más.
Semidormido corrí a la mesa de navegación y controlé
la corredera: habíamos avanzado ciento diez millas desde
las ocho de la noche del día anterior y según el
compás de radiogoniómetro seguíamos en rumbo. Fui a
lavarme mientras se calentaba la pavita para el café.
Calcé mis botas y desayuné, no tenía ganas de subir a
cubierta a renegar con el Japo y debí tomar dos tazas de
café con galletas de coco para sentirme totalmente
despierto. Antes de salir me froté los brazos y la cara
con crema antiactínica previendo que esa tarde de abril
el sol castigaría muchísimo.
Después puse una cassette de música brasileña y
levanté el volumen de los parlantes de cubierta pensando
que eso me ayudaría a despertar al Japonés.
Cuando salí a cubierta eran las diez y media.
Seguía soplando del Este pero la falta de nubes hacía
pensar en un probable borneo al Norte, precedido por
algún recalmón.
¡Despertáte! grité al subir al cockpit.
Pero el Japonés no estaba en la timonera. Pensé
encontrarlo en el camarote de proa, durmiendo a sus
anchas desde antes del amanecer y sentí rabia porque nos
había puesto, una vez más, en peligro a mí, a él y al
Chila, que no tenía seguro.
Puteando, fui al camarote de proa: tampoco allí estaba
el Japonés. Me preocupé: ¿Habría caído al mar? En
ese momento imaginé que me había armado una broma. Tuve
miedo.
Tratando de no hacer ruido recorrí todo el barco. Si se
trataba de una broma, no debía mostrarle mi
preocupación. Cantando, acompañé el tema de Nei
Matogrosso que sonaba en el estéreo para disimular mi
recorrida, mientras revisaba los lugares donde podría
haberse ocultado. El Japonés no estaba más a bordo.
Mi primera decisión fue invertir el rumbo: controlé el
compás, traía rumbo veintiuno, sumé ciento ochenta
grados, resté cinco grados por la compensación
magnética y puse nimbo ciento noventa y seis. Abrí
velas: el viento franco me llevaba a mí solo ahora, a
diez nudos y suaves ondas me empujaban de popa y por
momentos invitaban al Chila a barrenar.
El timón automático tardó un par de minutos en
habituarse al nuevo nimbo. No bien se estableció busqué
los prismáticos. Quise subir al tope del palo mayor
izándome con una driza, pero al llegar a la cruceta me
detuve. No estaba preparado para moverme a veinte metros
sobre el nivel del agua, y ya a mitad del palo, sobre la
cruceta, el rolido natural del barco revoleándome casi
dos metros a cada banda era demasiado para mí. Escruté
todo el horizonte a proa, ni un punto a la vista.
¿Cuándo habría caído? Junto a la timonera encontré
su termo de café, caliente todavía: estaba lleno. Eso
probaba que el Japonés no había bebido su café de la
noche. Conociendo sus hábitos tendí a convencerme que
habría caído al agua antes de las dos de la mañana
porque jamás pasaba dos horas sin beber café, o té, o
mate.
Me tracé la rutina de otear el horizonte cada cinco
minutos. En los intervalos fui tomando diversas
precauciones: largué a popa un cabo de diez metros con
un salvavidas, previendo una eventual caída, sin nadie a
bordo para recuperarme. Revisando el equipo de seguridad
encontré una de esas balizas de radio que se venden en
Europa y que prometen en el folleto que una vez en el
agua empiezan a emitir la señal de socorro en distintas
frecuencias y con un alcance de sesenta a noventa millas.
La amarré al cabo de remolque.
El transmisor de BLU no funcionaba desde Mar del Plata,
pero comencé a reclamar auxilio. La luz testigo de
emisión no se encendió. Conecté el pequeño transmisor
de VHF en la frecuencia de socorro. De bajo alcance
quince o veinte millas en esa zona de intenso
tráfico de embarcaciones de carga no creí difícil que
consiguiera algún escucha. Cuando miré el reloj,
después de hacer funcionar el BLU, eran las catorce.
Prendí el motor: llevándolo a media marcha ganaba unos
tres nudos, valía la pena. En un libro de a bordo había
visto una tabla de supervivencia en el mar.
La consulté y después medí la temperatura: estábamos
hacía dos días en aguas del brazo ascendente de la
corriente de las Malvinas, bastante frescas: doce grados.
A las cinco, según mis cálculos, ya no tenía sentido
seguir buscando. viré, apagué el motor, restablecí las
velas y retomé el rumbo veintiuno; había perdido 50
millas. Todo ese día seguí transmitiendo con el VHF.
Recuerdo que no almorcé ni cené, pero me tomé el termo
con café del Japonés y varias latas de jugos de frutas.
La garganta se me secaba en pocos minutos por la
preocupación, o la ansiedad, mientras pensaba en la
familia del Japonés: el padre, paraguayo, tenía un
almacén cerca de San Fernando y atendía un despacho de
bebidas. A la madre nunca la conocí.
Había una mujer, mayor que él. El Japonés la llevaba a
veces al cine. Tengo la sensación de que sólo
esporádicamente se acostaba con ella. ¿De qué
hablarían? El hablaría de barcos, de regatas, de
negocios con barcos y de accidentes en regatas y ella de
los problemas con sus hijos, o con el marido. ¿Qué
pensarían de mí? Eso me preocupaba: qué pensarían de
mí cuando me reportase en Río anunciando que me faltaba
un tripulante. Gasté el resto de la jornada planeando
cómo entrar a puerto dando la imagen de una
organización marinera seria y concienzuda para
neutralizar cualquier sospecha de los sumariantes.
Ese atardecer no tomé la posición astral. Tenía un
radiofaro a 90 grados a babor, y pude sintonizar otros de
los alrededores de Río. Me manejé con esas estimaciones
y con los datos de la corredera: estando solo, un error
de quince o veinte millas no me importaba mucho.
Fui a dormir a las nueve y media. Comí una lata de
ensaladas de frutas sentado en la cucheta, el primer
alimento sólido del día. Soplaban doce nudos y sin
motor avanzaba en rumbo a cinco nudos. Mientras cargaba
las baterías recordé mi diálogo con Kröpfl y me
prometí que el día siguiente, tal vez el último de la
navegación es taba a 200 millas
de Río, tendría tiempo y
ánimos para pensar una buena respuesta.
Me dormí de inmediato. Tenía el cuerpo dolorido por
tantas subidas a la cruceta y por las tensiones de aquel
día. Soñé con el japonés. Sé que el sueño
rememoraba nuestro pampero de Piriápolis pero al
despertar había olvidado el resto de su contenido.
Desperté al amanecer. Una luz lechosa entraba por las
ventanillas de estribor. A babor se veía aún la noche.
Puse la pava a calentar, y preparé medio litro de café.
Comí galletas, coloqué una cassette de música de
cámara, y bebí dos cafés mientras terminaba los
chequeos de cabina: sobraba el combustible y la carga de
las baterías, según el compás del gonio, seguía en
nimbo veintiuno y, como siempre, soplaba del Este. El
Chila hacía cuatro nudos, tal vez porque faltaban velas
en proa. Decidí que no bien terminase de despertar
cambiaría el genoa dos por genoa grande y que de seguir
desinflándose el viento del Este pondría media máquina
y derivaría, para caer sobre la costa donde siempre hay
calma y se puede avanzar a una velocidad uniforme de diez
nudos con máquina a pleno.
Después de tomar otra taza de café con bizcochos calcé
mis botas, vestí una campera liviana y organicé una
recorrida por el barco.
Debía verificar que toda la maniobra estuviese en orden
ahora que estaba solo. Prendí un cigarrillo y salí a
cubierta. El japonés desde timón me puteó:
¡Boludo, ya amaneció, no se ve ni un astro, nos
perdimos de nuevo la posibilidad de tener una buena
posición...! El aire fresco de la mañana y la voz del
Japonés me provocaron un escalofrío, seguido de una
sensación de mareo. El Japonés estaba timoneando.
volví a la cabina. ¿Alucinaba, o todo había sido un
sueño? Había sido un sueño. Miré la corredera.
Habíamos hecho ochocientas noventa millas desde Mar del
Plata: había soñado el día anterior.
Había hecho desaparecer al Japonés para largarle, en
sueños, toda la rabia acumulada por su tendencia al
desorden, y por la negligencia con que tomaba la
disciplina de a bordo.
En la cucheta me sentí mejor. Tuve ganas de reír, creo
que reí. Iba a contarle todo al Japonés, pero pensé
que sería difícil explicarle mi pesadilla del lechón,
los sutiles procesos de elaboración onírica y los
motivos de mi agresión desplazada al sueño. En cambio,
preparé un desayuno...
¿Qué querés, café o té? Le ofrecí.
Té, mejor... Así apoliyo todo el día...
Bueno... ¿Querés budín...? No, gracias...
Galletitas... Ya bajo. Anunció.
Desayuné por segunda vez, ahora en la dinnette, frente
al Japo, que a esta altura sólo deseaba llegar a Río:
¿Cuándo llegamos? Preguntó.
Mañana al mediodía, en el peor de los casos.
No aguanto más... Quiero caminar por una calle...
Ver gente... ¿Entendés? Sí... le
dije, yo también.
Después se fije a dormir. Yo revisé la maniobra,. icé
una trinquetilla y cuando el viento comenzaba a
desinflarse prendí el motor. Teníamos reserva de
combustible para sesenta horas, sobraba.
pasé aquel día escuchando música de cámara: Schubert,
Bartok, unos de tríos de Brahms, Beethoven. A las cinco
de la tarde el viento refrescó veinticinco
nudos, y se presentó un poco más cerrado de proa.
Era el momento de derivar: hice nimbo trescientos
treinta. De seguir el viento como se había establecido,
esa noche cubriríamos las cien millas que nos ubicarían
frente a la costa de Angra, a un tirón de Río.
A las siete de la tarde despertó el Japonés y estimamos
la posición. Nos faltaban sólo cien millas. Le preparé
la cena mientras él trataba de despejarse. Creo que
nunca pudo explicarse por qué lo atendí tanto ese
último día.
A las diez tomó él la guardia y yo me encerré en el
camarote a escribir. Redacté una carta para Gabriela van
Riel y trabajé durante un par de horas en el proyecto de
mi respuesta a Kröfl.
Le enviaría un largo comentario desde Río de Janeiro.
Cerca de las dos me dormí. El Japonés dormitaba junto
al timón, soplaba veinte nudos.
Le recomendé que tratase de despertarme temprano.
Quería tomar estimaciones de la costa que al clarear ya
sería visible y no perder una sola milla para llegar a
Río antes del atardecer. Tuve un sueño erótico donde
aparecía confusamente Leticia la hijita menor de
mi mujer, y desperté un par de veces medio
desvelado. A las cuatro y media necesité ir al baño.
Seguro que el Japonés estaría durmiendo junto al
timón. Después me dormí yo también. Cuando desperté
había mucha luz en la cabina. El sol estaba alto. Salté
de la cucheta y tomé café tibio de mi termo antes de
poner la pava a hervir. Fui al baño. Desde la ventana se
veía la costa. Prendí un cigarrillo rubio del Japonés
que encontré en la repisa de los cepillos de dientes y
desayuné mirando por la ventana de babor la costa. Ya
habíamos superado Angra. El Chila avanzaba a seis nudos
proa a Río. Cuando estuviese a cargo de la guardia
arriaría el genoa y pondría toda máquina procurando
hacer ocho o diez nudos, si el viento colaboraba un poco.
Me calcé y salí a cubierta. vi unas manchitas en el
horizonte y pensé que serían las islas de la costa de
Río.
Teníamos la costa a diez millas a babor, estaríamos a
unas treinta de Río. Y eran recién las once. Miré a
proa: la cubierta del Chila estaba despejada y la proa
cortaba el agua verde con aplomo, sin desviarse una
pulgada. El Japonés había dejado el timón. imaginé
que ya estaría durmiendo en el camarote de proa y sin
hacer ruido espié por su ojo de buey. No estaba. Revisé
todo el barco: faltaban pocas horas para llegar a Río y
el Japonés no estaba a bordo. Llevaba rumbo doscientos
ochenta, perfecto. Tomé los prismáticos, y desde la
proa inspeccioné el horizonte. Por momentos pensé
virar, abrir las velas y perder otras cincuenta millas
buscándolo.
Decidí que no: mejor sería poner un poco de orden en el
barco y prepararme para el interrogatorio de la
prefectura de Guanabara. Intenté transmitir con el BLU.
Tampoco esta vez se encendió la luz testigo de emisión.
Con intervalos de diez minutos me sentaba a pedir auxilio
por el VHF, algo inútil, porque nadie navega en esa zona
sintonizando la frecuencia reglamentaria. Un par de
veces, antes de almorzar volví a mirar el horizonte de
popa. Después me convencí que con tanto camino
recorrido, mirar hacia atrás como un imbécil no valía
la pena y que lo único importante era llegar a Río con
el barco en orden y armado de paciencia para soportar
todas las rutinas del sumario. |