OSCURA NOCHE EN DUELO
LAS CALAMIDADES
Los faros del auto iluminan la ruta.
¿Cómo podremos decir lo que debe ser dicho,
si cuatro amigos viajan, perdido el tiempo
en que se visitaban? Largo y viejo
es el auto: la edad de las visitaciones
se ha ido con los éxtasis. Ni la más pequeña
de las lágrimas cabe en las palabras.
Los conduce la noche, si no el sombrío
encierro de esa cápsula arrojada
en el camino, a hablar, ¿con qué propósito?
Uno por uno, aunque se dirigiesen
a los demás, siempre sería uno.
El presente, en efecto, es igual para todos,
pero lo que se pierde nunca lo es:
así el instante de sus palabras permanece
virtual y simplemente separado del resto.
1
MALDICE EL DÍA EN QUE SE DETUVO
¿Quién puede prever lo que va a pasar?
¿Quién, saber lo que le espera? Yo tuve
la esperanza acuática de mi destreza
en el arte de pintar. Mezclaba entonces
cada tono, finísimas láminas, efectos
de luz y sombra. Pero los años
no me dieron la medida exacta
de mi trabajo. ¿Adónde están ahora
mis potencias? ¿En qué lugar se decidió
poner un límite a mis manos? ¿Tuve
algo, alguna vez? Recuerdo, amigos,
a una chica pálida y diminuta
que hablaba muy despacio. La quise,
vivimos juntos cuatro años. Al pintar,
su cuerpo era un remolino vacilante
sobre un banco de madera. Cuando se fue,
supe que yo no sería nada, apenas
un mediocre artesano, uno de miles,
preparando un futuro ajeno. ¿Adónde
se cortó ese hilo que me sostenía
del cielo? Entonces yo flotaba y ahora
me hundo en los más oscuros pozos,
en la inmovilidad, en la repetición
más anodina. Las aguas del destino,
¿pude haberlas surcado? ¿Había un barquero?
¿Qué hice mal? ¿Qué moneda olvidé,
cegado por el velo de mi juventud? Amigos,
ustedes no pueden saberlo, pero pienso:
¿habrá aún esperanza para mí?
DIDASCALIA
Su mano izquierda sostenía el volante, llevándolo
con muy ligeros toques. La forma de su rostro
era el efecto de una causa ausente, unas gotas
que habían caído por su frente, bordeando
la nariz y la boca, una condena perpetua
cuyo origen se perdía en la ruta desierta.
MALDICE EL DÍA DE SU NACIMIENTO
No hubiera podido, amigos, desaparecer
de otro modo. ¿Cómo creer, entonces,
en mis pasajeras decepciones? ¿Cómo
no ver ahí las huellas de una desesperada
vitalidad? Cada uno de mis cuadros
era una advertencia cuya luz, tan precisa
cuando el pincel corría veloz y claro,
se hacía al tiempo gris, densas tinieblas
de mis imitaciones transparentes, surgiendo
del fondo de la tela. Y ella, cansada
de mis preguntas, preparaba en silencio
sus enormes bastidores. ¿Estuve cerca
o nadie más que yo experimentaba
el engaño? ¿Qué decidió el momento
y el lugar de mi nacimiento, del destello
fatuo, apagándose antes de mi muerte?
¿No son pocos mis días? Amigos, ¿no son
un parpadeo del cielo, un guiño cómplice
que casi sorprendí? Ustedes me dicen
que soy bastante bueno, pero entonces,
¿por qué alguien puso en mi cerebro opaco
una chispa extinguida, una imagen vacía
o una pintura blanca que se quema
en la vanguardia del olvido? Si ya no hago
sino decorar salas, si repito, si miento,
¿dónde, pues, estará ahora mi esperanza?
2
MALDICE EL DÍA EN QUE SE DESPLAZÓ
Hace casi diez años, estuve, amigos,
con una hermosa chica. Meses
había pasado mirándola, en secreto;
luminoso secreto: ella lo supo.
Mis labios lo decían, mis palabras
rebotaban alegremente en las paredes
pálidas del barrio. Pero yo,
triste, esperé hasta que un gesto
mudo la puso ante mí. Entonces,
durante unas semanas, cometía
los más impropios silencios, roces
de mi cuerpo cristalinamente torpe.
Hasta que un día me fui de una vez
y para siempre. Cuánto tiempo
tardó su ausencia en golpearme.
Y cuán inesperado sería el golpe.
Nadie puede asestarlo, si bien yo
lo esperaba en silencio. Un año
después de mi separación imprevisible,
la noche daba sombras a mi memoria
incierta, cuando vi, tumultuosos,
a una banda de tipos corriendo
hacia mí, pero mi cuerpo, inmóvil,
no se apartó. Fui golpeado. La sangre
se deslizaba por mi cara. Luego, solo,
traté de caminar y tomé un taxi.
¿Qué me impedía pronunciar ni siquiera
una sola frase de dolor? ¿Por qué
es más grave mi llaga que mi gemido?
DIDASCALIA
Su voz maniática colaboraba,
desde el asiento trasero, en diagonal
a la melancolía del conductor,
con trazos más vívidos, calmando
la expectativa del inicio, incierto, pero,
también acentuando el fondo oscuro
adonde se destaca la juvenil belleza
de su pérdida. Tras sardónica mueca
de nervios excitados, aunque sin el más mínimo
resentimiento, se despega el recuerdo
de su rostro, inquieto, como una lámina
de escena impresionista con muchacha
de espaldas. Él mira, no su expresión,
sino la del pintor que maneja y escucha.
MALDICE LA CONDENA DE SUS IGNORANTES DÍAS
Hubiera yo expirado, amigos,
feliz en ese instante de gratuito
escarnio, y ningún ojo, nadie
habría dado una lágrima por mí.
Desde entonces, vivo en el temor
insano de volver a verla, su pelo
castaño brilla en cada chica
que me ofrece su espalda, paro
de caminar y pienso: ¿cómo
podría hablarle? ¿Cómo explicar
mi ausencia? Las frases se disponen
una por una, pero sé que no es ella,
y aun cuando lo fuera, en el silencio
está mi casa, en la oscuridad,
mi habitación. Quisiera ser distante,
recordarle, sonriente, nuestros errores:
que yo olvidaba la forma de su puerta
y, en exceso de amor, llegaba tarde.
Amigos, hubiera yo fallecido,
o fallado, antes de saber
que nunca en un oído mis palabras
se volverían mansas. Debería, entonces,
cuando los golpes me hacían insensible,
mis labios deformados, mi rodilla
hinchada y tumescente, debería
haber sido sacrificado al llanto,
breve y sin causa, más bien
con su propia razón, ya no por mí,
sería vano creerlo, de una hermosa
chica perdida: para mí, una marca
de la vasta desolación que me esperaba.
3
MALDICE EL DÍA EN QUE FUE QUEBRANTADO
Les digo que mi voz se alzó entonces
de un dolor del camino y visitó
la noche, entre sombras. La suya,
que apenas empezaba a conocer, la vida
es un conocimiento insuficiente y breve.
Mi amor por ella, ausente, tan extenso
como un mapa del todo. ¿Cómo, si años
no bastan para saber en qué pensaba
cuando se distraía, la vista fija
en un lugar minúsculo, cómo, díganme,
resignarse a la muerte? Ya no debo
dejar que de mis labios broten sombras
de muerte. Están posadas, viven
esos microfantasmas en su cama,
antes mía, o en el brillo nocturno
de su espejo en mi insomnio. ¿Para qué
hablar ahora? Si muriéramos todos,
viajaríamos alegres, nada perdido, nada
que perder. Perdonen que les diga
algo que nadie puede oír. Ni yo, disculpen.
No tengo lágrimas con que amenguar
la rigidez de mis palabras. ¿Quién era
ella? ¿De qué hablábamos siempre,
de qué irrecuperable frase me perdí al callar
definitivamente? ¿Por qué de sus palabras
nada queda? La cápsula vacía flota
por nuestra casa y creo, todavía,
saber cuándo se acerca. Y después,
apagaré todas las luces y esperando
haré mi cama en las tinieblas.
DIDASCALIA
Junto al solitario, el viudo, ¿no es
acaso un solitario atravesado
por la falta de culpa? Cuántas veces
vio en su falta un presagio
del fulgor del destino. Ahora mira,
más allá de la nuca del pintor, blancas
líneas de puntos, volviéndose inflexiones
de su remoto pasado, continuamente
cortado por el hueco, absorbente vacío,
tanto que su nombre se hace sombra
de muerte, su cuerpo, una tumba
de la ausente: no hay separación
para quien vive, sino deslizamiento.
MALDICE LAS SUGERENCIAS DE REEMPLAZO
Muchas veces, amigos, me repito
que ella se fue, y partiendo
sin mí, quedó conmigo. Sin embargo,
su movimiento me dejó sin mundo.
¿Para qué mundo?, me dije, luego
de diez años de espera, lento olvido
que no viniste. Sé que nadie nunca
se levanta del sepulcro. ¿Por qué
busco, entonces, su cara en cada uno
de mis fúnebres sueños? Cuando se desvanece,
licuada, la tiniebla espesa, también ella
se va. Duermo mientras camino, salgo
a trabajar, hasta que al fin la noche
nos restituya. Pero, ¿es una ficción, una
"forma de decir"? ¿Es su recuerdo algo
presente o un efecto grabado
en mi cuerpo que tomó, a su muerte,
su indeleble dibujo? No sé, amigos, porqué
una intensa indignación me invade
cuando me dicen que me case o que busque
otra mujer desconocida. ¿Cómo desear
esa perversa máscara, fingir allí
donde se olvida el propio cuerpo? ¿Cómo
buscar, en otra, una, borrar
la irrepetible valía de la única vez
que ella vivió? Si fue conmigo, entonces
no puedo más que oír sus tenues pasos
en el vacío de una casa dedicada
a su partida, inconclusa. Amigos,
podré olvidar su agonía, su inconciente
coma ante el horror hospitalario
que me acogió, pero su risa y su pereza
matinales, el calor de su cuerpo recién
despertado, las noches de lecturas escuchadas
de mi boca, si no las puedo ya nombrar,
no caben en número, cómo podría
despegarlas, cápsulas de cristal abiertas
como ventosas sobre mi espalda
para siempre, hasta la última costumbre.
4
MALDICE UNA PÉRDIDA DE LA QUE NO PUEDE HABLAR
Yo puedo decirles algo, amigos,
que casi sella mis labios. ¿Saben
cómo un lamento parece acallarse
para después volver? Recuerdo ahora,
crucecitas de madera que hice
en mi infancia, sobre cadáveres
de insectos, de sapos o gusanos,
que yo mismo maté. ¿Pondría una
sobre lo que perdí? Pienso también,
no quiero hablar, en medio de la noche
de este viaje cuyo destino
se vuelve incierto en mi memoria,
no quiero pronunciar esas palabras
que sé demasiado bien. Diez años,
casi toda mi vida entonces, tuve
una perrita, y a su muerte,
en las afueras de la ciudad, quise
enterrarla y no pude. Mis lágrimas
se habían secado en la certeza
de su desaparición total. Cavé, pero
no logré atravesar esa compacta
y árida superficie. ¿Qué haré,
ahora, amigos, si mi dolor
ya no es de este mundo? ¿Adónde
se depositan, invisibles, cada una
de mis furtivas lágrimas? Luego,
todo me fue concedido: el amor
y la belleza, la extrema lucidez
para verlos surgir desde el vacío
de mi ciudad natal. Pero, ¿cuándo,
en qué instante toda esperanza
empezó a abandonarme? Un amigo,
un secreto modelo para mí, escaso
tiempo duró. Apenas llegué a hablarle,
nunca supo, nunca podrá saberlo ya,
cuánto atendía yo a sus frases, cuánto
quise seguirlo. Su muerte me enseñó
que el tópico del dolor nunca se agota,
ni aun pronunciado desde el borde
de un naufragio absoluto. Amigos,
fue el amargo principio de mis dones.
DIDASCALIA
¿Qué mira el cuarto, en su asiento
de acompañante, cuando es
en verdad acompañado
por los demás? ¿Qué oscura
claridad se dispersa de sus frases
en la cadencia de un ritmo
recién descubierto? Mirando afuera
de la cabina sombría, les hablaba
de brillos incumplidos a esos amigos
que ahora, al fin, veían cuánto
dolor cabe en palabras, escuchando
sus propias penas en el infinito
temblor de aquella voz no temperada.
>
MALDICE EL AZAR, NO LA ARBITRARIEDAD, DE TODO
El silencio de ustedes me conmina
a decirles por fin que mi secreto
es excesivamente lábil. Mis palabras
son dos estacas clavadas en mi cuerpo:
una, detiene mi voz y la transforma
en ronco balbuceo, atraviesa la otra
mi pecho a veces, cuando no mis manos.
¿Haré una cruz de madera, amigos,
para una tumba imposible? Yo iba
a casarme. Frágilmente buscábamos,
ella, el espacio de sus sobresaltos, yo,
la celda de mi persistencia. Siempre,
pedíamos dos piezas. Habíamos visto
en una pantalla verde, un error
de la emblemática, una especie
de óvalo más opaco. Nos dijeron
que eso era el origen de alguien
al que empezamos a esperar.
Preferiría no decir el nombre
que le dimos, amigos, mis elipsis
no buscan sino evitar, calladas,
que mi relato se interrumpa. Luego,
vimos otra pantalla y se nos dijo:
"detenido y muerto". A los pocos días,
ella expulsó, para usar las palabras
que quedaron grabadas para siempre
en mis oídos estremecidos, expulsó
algo. Yo no lo vi. Sólo escuché
que era como una pelota de tenis
pero muy blanda, él o ella, apenas
un coágulo de sangre sin sentido.
Amigos, cuando me quedo solo,
mis pensamientos vuelan en esa casa, esporas,
partículas del polvo que cubre mi cabeza,
entonces sólo miro, y ya no puedo
apartar la visión, esa pieza de más, su vacío
retiene mis ojos, la habitación
de ese hijo nonato que perdí, abatido
por una flecha tan ciega como yo.
DIDASCALIA
Viajando por el desierto, con sus ojos
escuchando las voces de los muertos. Boca
del despojado acompañante que une
pañales y mortaja: apariciones de hilos
sosteniendo un lamento desde el cielo
negro. Pues no hay dónde posar la vista
sino en recuerdo de muerte. El viaje,
aunque arduo, debe hacerse, a todos
la extrañeza de la ruta espanta. Cuatro
en el auto, no son jinetes del fin, sí brillos
en una ausencia de líneas para la aurora
luminosa y difusa, acercando al amigo
y al compañero, con el fin de la amnesia
que saque de la penumbra a los difuntos.
BENDICE SU PROPIO LAMENTO
Me dicen que no es nada, a mí, ciego
que esperó la luz y no vino, ni aun
los párpados de la mañana, estoy
como los pequeñitos que nunca vieron
la luz. ¿Cómo, amigos, podría perder
a quien no ha vivido? Ningún rastro
quedó de esa espera, cuyo fin
era el eterno presente de su ausencia.
Su llanto inexplicable, sus pasitos
inútiles, sus primeros balbuceos
en el idioma que uso. Diferencias
poco a poco nacidas de su nada,
única, haciéndose todo. ¿Cuántas
cosas negaría en mí? Si niña,
mi torpe persistencia masculina,
si varón, mis letras y mi nombre.
Pero no me dirijo, amigos, al azar.
¿Cómo podría hablarle? Escucho
en mis palabras cómo mi memoria
hace marcas ahí donde nada
pudo asentarse. Recuerdos, puntos,
para la ruta de ambos, él o ella,
muertos sin ser ninguno, de un golpe
funesto de dados. ¿Qué agradezco,
ahora, amigos, si no este viaje
en que el dolor se cumple y la memoria
encuentra que algo cabe, muy poco,
pero algo, en las palabras? Cada instante
de una vida incumplida, ¿no se mide
con el olvido del mundo, el abandono
recortando las posibles vías, pocas,
que se le habrían dado? Amigos,
que se oscurezcan las estrellas y la luna
no nos dé sino sombra. Sepamos
cultivar el decoro de una vida, siempre.
**
EPÍLOGO
Dos granos de luz roja, perdiéndose
en la sombra nocturna, tras el paso
del largo y viejo auto, que devino
fúnebre, hasta que el día, al fin,
ponga frenos al llanto, ya que no término.
¿Tendrá un límite el profundo pozo de tinieblas
donde el auto se sume? Desde esta elevación,
se ven parpadear luces que nada significan.
2 SELVA SELVAGGIA
No sé si aún no había empezado
mayo a dar sus noticias. El verde
resplandecía allá abajo, sobre el río,
seguramente helado. Desde un pórtico,
donde esperábamos la jugosa carne
asada, sentíamos un aire de gozoso
suplicio, con el roce del áspero vino
deslizándose por nuestros cuerpos a la sombra,
mientras se vuelve violáceo, barba rala,
el asador al sol. Quizás también
esperábamos que alguien dirigiera
la conversación en algún sentido propicio
a nuestro ánimo elevado, tanto
que temíamos caer súbitamente. Así,
oíamos música non cantabile y el silencio
parecía escaparse de sus pausas
hacia nuestras bocas, ya manchadas
por el tinte rojizo del vino. Suavemente
nos hundíamos en los sillones, los afortunados,
los demás en sus sillas, o en la verja
de ladrillos, acariciaban ramitas verdes
con distraído asombro. Olvidábamos todos
nuestras míseras culpas, puro simposio
de tres generaciones varoniles, inermes
ante el paso presuroso de los días. Campo
que ocasionalmente, creíamos, nos daba
una fiesta, un reposo. Recordábamos,
en silencio, variaciones que nunca
saldrían de nuestros labios. Al fin, Gustavo,
cuyo pelo apiñado parecía extrañar
sus usuales sombreros, me preguntó
por la causa indecible, fuente pura
de mi silencio, por el duelo que un viaje
a través del viejo Libro, muchísimo
tiempo después, haría transmisible, sólo
en parte. Yo respondí, breve, y la sorpresa
de encontrarse de repente ante la muerte
a todos confundió en inaudible murmullo.
No un ánimo, de nuevo, antes bien un deseo
que nos había llevado a esa reunión
campestre, como emblema de todas
nuestras vidas, dedicadas, y a veces abatidas
con el amargo trago del fracaso, al mismo
piélago de deseos, que ahora centelleaban
como piedritas en ese río. ¿Adónde,
hubiéramos querido preguntar, a qué negro
destino nos dirigimos? Pero fue ese deseo,
tan múltiple sin embargo, en nuestra
incipiente charla, apareciendo, en ese
dolor del que nadie habló, en respetuoso
y unísono silencio, como saliva en bocas
ávidas de delicioso asado. Más tarde
tendríamos motivos para hablar, si bien menos
que los flotantes para oír, ahí,
en ese grupo de aislados hombres, entre ellos,
el rumor incesante del arroyo, la rítmica
memoria que nos salvaba del olvido, o casi,
pues nos salvaba de la muerte, no del morir.
Oscar empezó a hablar, ya la comida
había cedido su lugar al humo blanco
del tabaco, nuevas botellas, ilimitadas casi
en número, nos despertaban y, atentos,
escuchamos las palabras del viejo. El rubor
de lo que no decía coloreaba sus mejillas
entre la barba y el pelo, blanquísimos.
¿Como la nieve? No, ¿dónde la encontraríamos,
bajo ese sol? Antes bien, materiales
tejidos por el artificio de un invierno
aún lejano. Al escucharlo, creo, rogamos
a nuestros dioses particulares, inconcientes
y privados de una fe que les debíamos
en laxa gratitud y cuyo rito, esa tarde,
quizá sospecháramos; sí, rogamos
que nunca, nunca, tuviéramos que ver
el final de ese otoño que en su voz,
pausadamente poderoso, resonaba
en nosotros. Atentos, para hablar, cuando
pudiéramos negarnos a creerle, y él tocara
entonces, con sus largos dedos pálidos,
la vibración de tímpanos entre sus palabras.
"Yo era muy joven, veinte años, los ojos
me brillaban entonces de deseo." "¿Y ahora?",
dijo Kuky, "¿no?" Oscar se ríe, pareciera
que va a rozarlo para confirmar
su presencia: quizás el único no escondido
por sus sentencias oraculares, pero,
burlonamente próximo. Y yo, por supuesto,
tan lejano, como invitado a escucharlos
para, ya ausentes, repetirlos, cuando ahora
silencioso preservo mi juventud. Sin embargo,
la mano de Oscar queda suspendida
en el aire, ala sin freno, aún lejos
de la futura noche vulnerada. "Sucedió
hace ya medio siglo: en un salón
lleno de mesas, de jóvenes estudiantes
comiendo y discutiendo. Alguno
se paraba sobre una silla, ingenuo,
transformando el murmullo del diálogo
en ágora estruendosa. Allí la vi, sus labios
hacían gestos fervientes, hasta que yo,
encendido, me acerqué a decirle
que nadie podía saber lo que va a pasar,
pero de boca tan suave, sólo una praxis
sublime y renovada surgiría. Sonrió
y creí que había vertido en su oído
el veneno de un encanto que ella me devolvía,
multiplicado. Pero tenía un niño de la mano,
apoyando la cabeza monstruosa, que el cuerpo
se negaba a sostener del todo, en la falda
de tela escocesa de su hermosísima madre.
Entonces, no se rían, pues la juventud
es un misterio, aun la que creímos
nuestra, entonces, mi deseo se disolvió
en el aire tumultuoso de esa sala, junto
con el sueño del niño que me miraba
entre la gelatina de sus ojos
desorbitados. No todo, pues el fantasma
de mi propio atrevimiento me obligó
a amarla, en un rapto seráfico,
como si en esa sonrisa el arte - su natural
necesidad - de amar hallase el secreto
de una repetición incesantemente rítmica.
Platónico, o antes bien plotiniano, busqué
conocer su vida. Amigos, no todo el mundo,
supe después, puede ver, sólo el noble. Pero,
¿por qué quise conocer lo que había visto?
¿Por qué no disfrutar de su alegría
en vez de sospechar la sacra sangre
de su condena? Sí, entonces la belleza
estaba en todas partes y mostraba
el brillo de su filo que corta los hilos
cuando más resplandece. No, no fuimos
los primeros a quienes lo bello
pareció bello, nosotros, mortales
que no vemos el mañana." Se quedó
callado unos momentos, su vaso
fue alzado. Y al saborear el vino, parecía
que repasaba la certeza de sus citas
antiguas; la última, ante todo,
proverbio ya casi incomprensible. Luego,
los siete salimos a caminar por senderos
que bordeaban el arroyo. Nos detuvimos
frente a un estanque artificial, olvidado,
repleto de algas y de plantas acuáticas,
adonde Gustavo preguntó, representando
el curioso papel que él mismo dispusiera
para sus parlamentos, por la continuación,
por el principio cierto de aquella historia
maternal. Y Oscar, que descansaba
sobre un banco de mármol mohoso, dijo:
"un escenario demasiado romántico"; "o bien
modernista", agregué yo. Se levantó,
y caminando hacia donde el arroyo corría
libremente, accedió a proseguir su cuento.
"No me pregunten cómo, pero después
fui amigo de su esposo. Trabajaba
en una oficina pública, y decía estudiar,
sin mucho afán, historia, quizás llevado
por una contraposición inquieta
entre la rutinaria espera y el caos
de los mitos, que entonces todos
creíamos sobrepasar. Sin embargo,
en los ojos brillantes de la joven madre
se revelaba un anhelo que él,
cargando el indeciso presente de sus días,
nunca podría cumplir." "Una revelación
impertinente", dijo Horacio, "¿es posible
cumplir algún anhelo?" "Antes diría",
agregó Kuky, "que una madre y su hijo
ya son, para nosotros, inalcanzables".
"Nuestras palabras", volvió Oscar
a su relato, "¿no están hechas acaso
para suplir con abstrusas concepciones
la única claridad? Pero sigamos,
ya sin interrumpirnos con brumosas
divagaciones, en medio de esta siesta
que ninguna frase puede abolir,
así también, el vacío o la grieta
que vi abrirse entre ellos, nada
parecido al lenguaje, ni tan siquiera
el vacilante roce de los gestos,
se desplegó para cubrirlo. Yo,
asistía, morboso o compasivo,
era igual, pues el destino, si existe,
se mostraba cruelmente inexorable,
ante sus paulatinas diferencias,
entre la miseria de una pequeña casita
en un barrio mudo y el gimoteo
viperino del niño, complacido quizás
por las ventajas de la eterna disputa.
Un día, él se fue, y ahora
nadie sabe dónde está. Antes me dijo
que la había visto, una vez, besándose
con uno de sus compañeros. Hacía mucho,
y él quiso, silencioso, evitar el infierno;
aunque, según Dante, las llamas vendrían
de todos modos a quemarlo. Entonces,
supe el secreto de sus discusiones, pero,
¿no había acaso, antes, otro viejo secreto
que la llevara a ella hacia su beso
indetenible en su insignificancia? Amigos,
hasta lo más pequeño puede martirizarnos
y el más mínimo derroche, cambiar
la textura entera del mundo. Luego,
supe que ella no recordaba, tampoco
indagué demasiado, aquel beso ni aun
lo que dejó pasar. Durante noches
de encuentros fortuitos, la vi, siempre
con alguien diferente. Yo, enlazado
a mi amistad perdida, no hacía
más que preguntarle por su hijo.
'Bien, enorme', casi invariablemente
contestaba. ¿Sería más libre,
ese hijo sin padre y que debía
buscarlo en un desvanecido crepúsculo,
siempre? Su maldad se afirmaría
con el tiempo perdido de buscar
y no creí imposible que semejante
monstruo fuéramos todos; entonces,
depositábamos máximas como basura
en cada inhóspito cantero. Porque más vale
no creer a los antiguos poetas, dejar
que el escondido mutismo de ese niño
pudiera redimirse, sin saberlo." Goteaba
el agua de una piedra verdosa, enfrente
de donde estábamos sentados, escuchando
al mismo tiempo la dudosa voz
del viejo y la firme y constante,
siempre igual, del arroyo. El relato,
tan común y no por ello menos
incomprensible, ofrecía palabras,
acaso banales, para nuevas variaciones
acompasadas, que no dijimos. Diego,
que conservaba su anarquía como
un tesoro, dijo que el matrimonio no era
tan natural como los hijos. Y Oscar,
después de un rato, respondió: "el amor
es el instante, el matrimonio, definitivo".
Ya el aire soplaba su nocturno frío,
aunque el sol todavía nos condujo
hacia la casa. Parecía que al fin
la historia quedaría detenida
en una fábula sin desenlace. La tarde,
emblema sin motivo, invitaba
al regreso. "Esperemos", dijo Diego,
"hasta que Oscar nos diga qué pasó
o porqué prestó su voz, nuestros oídos
y esta reunión, a la melancolía
de esa lejana madre". Tomábamos
unos mates, apenas alumbrados,
en la sala contigua, junto a la galería
donde habíamos comido. Y Oscar dijo:
"Acaso nunca la hubiera recordado, yendo
en el ir eterno de mis anhelos, nunca,
si una noche no escuchara su voz,
que sostenía sus gestos y lanzaba
la belleza de un rostro certero
hacia el blanco centro de mi memoria.
Ella me dijo, entonces, balbuceante
en sus frases, pero mirando lejos
la segura vigilia de un escénico
retablo de su vida, que no dormía
casi nada, que cuando entrecerraba
sus párpados ajados, el hijo enfurecido
le mostraba los dientes, y ella
se levantaba espantada. Corría
al cuarto del hijo y se quedaba
mirándolo dormir toda la noche.
Después, por las mañanas, oía la voz
del padre que tarareaba en el baño
a través de una garganta infantil.
Como pude, me escapé esa noche, amigos,
de la evidente locura. Pensé, ¿por qué
no lo era antes? ¿De dónde vienen
tales tragedias que ya no pueden
ser creíbles? ¿Acaso su sonrisa delataba,
en su extrema hermosura, la imposible
oscuridad que la llamaba? Ahora está
internada, me dijeron, ¿en qué interior
de la textura de su rostro, plegada
sobre el vacío imperfecto de sus palabras
hasta que muera? No hay final
para esto que no tuvo principio."
"Pesada herencia para el hijo", agregó
serenamente Eduardo. "Si así fuera",
respondió Oscar, "el mundo no tendría
ninguna historia, y ya nosotros
estaríamos mudos". Todos vimos,
por las ventanas el oro desnudo
del atardecer hiriendo espacios
carmesíes. Ahora, siempre, medito,
cuando recuerdo, siete generaciones,
en la vana vacilación de despedirnos,
y el dolor, renovado, crece. Ruego
hacia la ausencia de ese paisaje
verde y rojizo, al brusco ruido
de grillos y lechuzas, a ellos
y a una antigua señora, que yo
esté aquí y que pueda cantar siempre.
MIMO PARA CUATRO VOCES
CUARTA VOZ
No sé, en este caso, si un recuerdo,
quizá demasiado lejano, las ayudaría
a entender el principio de una fuga
que atraviesa la memoria de los hombres.
Toda huida recobra su real valor
cuando se intenta volver. Por eso,
regresé una vez al sitio, a la belleza
que dividía mi infancia de las palabras
del deseo incipiente. "El beso de las pobres",
llamé a la sonrisa cálida, repetida,
aunque en tono menor, a mi regreso.
Sentí otra vez el olor de los plátanos
que agitaban sus grandes hojas sobre mí.
Sólo recuerdo una noche, ella,
una chica de pelo oscuro y pómulos
tan altos que riendo resplandecía
todo su rostro mirando al cielo, ella,
se acostaba hacia adentro de una casa
oscura, en la entrada del jardín, yo,
sentado en un escalón adonde reposaban
sus piernas, la acariciaba con ambiguos,
sí, todavía demasiados, anhelos.
No piensen, chicas, que la escena,
si bien común, no esconde algún misterio
para mí inalcanzable. Habíamos salido
de una fiesta cercana. Mirándome,
desde el humilde pozo de sus ojos,
casi amarillos más que verdes, seria,
me dijo que yo no la quería, a ella.
¿Qué quería yo entonces? Ciertamente,
no ser yo, o acaso evaporarme
en el fresco aire de la noche estival
hacia ese barrio, ya perdido, dos
años atrás. Tan breve era mi vida
que no veía la unión de esas dos
irrepetibles fugas. ¿Cuántas veces todavía
degustaría el beso de las pobres, soberanas
que conocen el arte del olvido? ¿Cuán
alejado estaba, en mi diletantismo
doloroso, de saber que ellas no estaban
para ser amadas? ¿Para qué entonces,
me dirán sonriendo? Creo que para ver
en el deseo una forma del silencio
de sus cuerpos. Ah, pero ustedes,
hermosas pensadoras, quieren más,
¿no conocen el precio de sus labios?
***
SEGUNDA VOZ
Sus palabras silbaron en el aire
de la tarde en que se fue, chasquidos
de un látigo que golpeaba mis hombros.
No sé, chicas, si él volverá, pero
mis ojos no soportan aún el peso
de los adioses definitivos. Me dicen
que me escape, ahora, de mi sumisión
tan intensamente prolongada. Sé
mirar líneas quebradas a mi espalda
que hacia adelante parecen puras,
rectas en el inmenso abismo abierto
bajo mis pasos. Labios que ya no ofrecen
el brillo blanco de los dientes, sorpresa
me da verme detenida, esperando,
seria y callada, la vuelta de su voz
en la escénica repetición confusa
de mi memoria, como una esclava negra
aguarda el látigo del amo que la odia.
No puedo contarles más, todavía lloro
cuando llegan a casa las noches sombrías.
La ausencia de una presencia se parece
demasiado a la muerte, quizás me quejo
no en busca de un retorno imposible,
sino por el cansancio, las monedas
de mi joven deseo tiradas hacia fuentes
a las que nunca volveré. Amigas,
no piensen más por mí, no existen
palabras para cerrar surcos de sangre
en la piel de este cuerpo. ¿Olvidaré
cómo me abandonó, recordaré gozosa
los detalles imperceptibles de su amor? Sí,
no imagino el infierno, áspero y fuerte,
sino bajo la especie eterna
del arrepentimiento, gusano de odio
que me niega el olvido y me condena
a dividirme en dos. Mis piernas suaves,
cuando las rozo en la oscuridad,
se reflejan en el agua infinita
de los ojos que quisieron tocarlas;
y ahora están muy lejos del alcance
de nadie, se han vuelto las perfectas
columnas para el templo de mi llanto.
Su piedad, amigas, la de todos,
no salvará a mi rostro del suplicio
ni de malignas y leves esperanzas, ¿cuál
es el cajón de la pátina blanca
que me deje dibujar desde cero?
***
CUARTA VOZ
No me pregunten qué hilo enlaza ahora
mis infantiles fugas con la helada
violencia del abandono, estos crujidos
de pasos sobre vidrios rotos. Yo,
entonces me encontré frente a una cara
jovencísima, que repetía otra pueril,
que sonriendo se escondía, la besada,
entre su pelo lacio, castaño, rodeando
la hermosura absoluta de una niñez
dándome las primicias de dulcísimos
labios. Me vi frente a la tristeza
que no me pertenecía. Bailamos,
sí, niñas, fue en ese mismo barrio,
y el tono de la escena las impulsa
hacia poses moderadas, pero entonces,
en mi distancia fría, mis manos
sintieron el temblor de su cintura
y ella, que esperaba algo más
de mí que ese mutismo temeroso,
sacó un pequeño llavero de goma
que aquel puño suavísimo encerraba, eran
cuatro letras pegadas, mayúsculas
en inglés. Las leí. Pero, ¿supe
alguna vez lo que decían? La soga
que hacía de su nombre, de su rostro,
una estilización del mío, de sus dientes
deslumbrantes, una sombría claridad
para mis breves versos nómades, dos
años la tuve al cuello. Y al fin,
les digo chicas, como es obvio,
no dije nada. Ese regreso, apenas
sospechado tras una grieta leve
en el oscuro manto de mis días,
no se cumplió. Pero aquella triste
chica que sin embargo sonreía,
pues sabía hasta qué abismos
me arrojaba su belleza, desapareció;
no para siempre, por supuesto, y luego
he soñado con la casualidad
de un encuentro. ¿De qué, alegre coro,
que me escuchan en silencio, de qué
me sirvió el amor de la más bella
adolescente que había visto nunca? Fui
en busca de otra religión, cuyo emblema
era el ícono polaco de aquel rostro
casi no recordable, a ella le rezo
con la impostación de una década entera.
Quiero que sepan, no se rían, que soy
el asceta minucioso que aquí ven
porque huí de la belleza suprema,
abandoné la perfección y me escondí
en el incierto misterio que desato
hoy para ustedes, no sin pudor ni estilo,
aunque acaso lo cambiara todo por saber
qué hubiera hecho de mí el destino
que me la dio, gozosa, si no me la quitara.
***
TERCERA VOZ
Escuchen algo notable, algo reciente,
no contado todavía, chicas, por otra boca.
Aunque adivinen lo que pienso, ¿saben
adónde fui esta noche, explorando
con alas invisibles su amplio reino?
Sentí, o imaginé, que me seguían:
las espadas de una mirada clavadas
en mi cuerpo, en mi pelo, dondequiera
que entrase. Cada bar, cada asilo,
un mar de fuego. Busqué entonces,
detrás mío, justamente, la marca
de unos ojos de agua. Era un niño
de diecisiete años. Le hablé y sonrió.
Tardó mucho en besarme, las yemas
cremosas de mis dedos habían rozado
durante horas en vano su antebrazo. Yo
tuve, hermosa obligación, que acariciar
sus labios y al fin calmé la sed,
apagué el fuego negro y las espadas
salieron lentamente de mi nuca. Fuimos
a mi departamento y lo dejé
creer que me embriagaban sus mentiras,
mientras caía la ropa al piso; ¿quién
era ese torso pálido, con el rostro
tapado por la remera que ascendía
como en una liturgia? ¿Por qué
decimos que me entrego cuando ansío
mucho más que una ofrenda? Después
vi en sus párpados bajos, las pupilas
giraban seguramente atrás, la desgracia
y toda la inconveniencia del placer.
Me dije que nunca más lo vería, pasé
un brazo por su pecho; amigas, su dolor
por el don inesperado, casi ensueño,
de un cuerpo hermoso, el mío, sería
la marca de mi sed sobre el arroyo
infatigable de su vida. Mis alas
me llevan donde quieren. ¿Puedo llorar
en ese océano ardiente, o debo
atravesarlo resignada y caer
una vez por semana? Hasta que al fin
encuentre el muro blanco, la escalera
y nadie pueda seguirme al otro lado.
***
CUARTA VOZ
No podría decirles quién era entonces
ese niño perdido que buscaba implacable,
en medio del blanco estruendo, algo,
no una persona, sino una diferencia
secreta. Pero a cada momento
la volvía a perder, y hoy mi memoria
no distingue los hechos de las frases
inventadas para tender algunos puentes
sobre el vacío, o para rescatar
del lago del olvido, desde lo alto,
cuerpos ya irreconocibles. ¿Acaso
no estamos aquí juntos para hablar
inútilmente? Sí, aunque digamos cosas
y no palabras, pues ahora parecen
más ciertas nuestras voces, sus sonrisas
brillando cuando el ala del pasado
les roza los párpados, más seguras
mis palabras que unos objetos perdidos,
dolorosamente únicos, y desde hace tiempo,
casi en el preciso momento en que una flecha
nos atravesó con su presencia extraña,
convertidos en un mito que nunca,
ustedes lo saben, nunca tuvimos.
Confieso que en mi infancia construí
con mi mente un infierno, ¿y podré
hacerles hoy un cielo de palabras
visiblemente oscuras, ya apagadas,
así como del fuego de viejas estrellas
el azar hace planetas donde la vida
es una remota posibilidad? Si me escuchan
sabrán que una posibilidad, un balbuceo
guarda toda la belleza de un himno
a la variedad, y que ustedes están
más en mi voz que en esas sillas
donde se sientan con las ágiles piernas
flexionadas, flotantes las manos
que vuelan como signos para quienes
no pueden verlos, femeninas cortando
el sonido de sus voces, segunda laringe
que es quizás un indicio de futuras
maternidades. Pues, ¿quién, si no,
les dicta la oclusión a los infantes?
Preguntas vanas; tengo que despedirme
sin haberles dicho nada. Buscaba
lo primero que vieron mis ojos, ya saben:
alguien que se fue, de nombre impronunciable,
y que el olvido reemplazó desde un lugar
de equivalencias falaces; por eso el mal
no es más que una repetición imperfecta.
Lo primero que vi ya no era el fuego
de la estrella que alumbró mi nacimiento.
***
PRIMERA VOZ
Dicen que Botticelli buscaba sus modelos
entre las jóvenes embarazadas, rubias
con el vientre formando un ánfora delgada
a los tres meses. ¿O quizás sólo tenía
en su mente la imagen de ese cuerpo
que apenas duraba una semana, una ocasión
presente, en ciertas mujeres pálidas, casi
niñas y levemente tristes? O acaso vio
en ese cambio el cumplimiento
de cierta perfección, no sin motivo
pues yo la llamaría, no se rían,
la forma del destino. Y en verdad
en este instante algo me pasa
y toda anatomía, chicas, se hace incierta.
Ya nadie calma el peso solitario
de una transformación definitiva.
Siento a veces puntadas que se mueven
como un despliegue doloroso, pero,
¿qué placeres esconden, qué belleza
nace de este desvío de mi cuerpo
estilizado hacia una forma desconocida?
A veces, ante el espejo, inclino
un poco mi cabeza, miro mi piel
tensada hasta volverse transparente
y azul, y creo que Botticelli
vio el sacrificio de mi gesto, la caída
de una belleza inútil y flexible,
de la infancia ofrecida y terminada
por una sombra efímera de la espera.
Ninguna de ustedes sabe, convertidas
a la religión del movimiento,
cuántas palabras de quietud nos faltan
en las lenguas cortadas que nos hablan
para decir lo que me pasa y en mí queda.
***
CUARTA VOZ
Ella duerme y el cansancio del mundo
se divide entre nosotros. ¿Será
el mismo que punzante golpea
las plantas de mis pies y que amenaza
mi memoria con la marca acuosa
de la inutilidad? Su sueño dulce
de otro cuerpo es mi áspera vigilia
sin fin. Pero no debo fingir, dos
nunca es mejor que tres, uno
se disuelve como la sal en agua,
como cero en la nada. Tres:
sueño, vigilia y espera muda
antes del aire, flotando en ella,
tercero para leer que ya no puedo
ser uno, dentro de algunos años,
no desdoblado por la muerte, sino
triplicado por su nacimiento. Aire
en vez del agua, que ahora
dicen que lo alimenta, ¿respiramos,
yo, la espalda partida, escribiendo,
ella, bucles castaños sobre el rostro,
durmiendo por todos nosotros? Llama
pues el ritmo nos une, grita
para que el silencio cálido nunca
desordene con su anunciación
nuestra espera discontinua de signos
vacíos, puros, del milagro futuro.
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