Nadie
conoce bien cómo se inició. La primera noticia se
conoció un jueves, pero eso no demuestra nada: las cosas
pudieron empezar días o semanas antes de aquel jueves de
diciembre, cuando el mayorista de cigarrillos y el
vendedor de diarios de la estación dijeron que volvían
los soldados y que esa mañana de comienzos verano, ellos
mismos, juntos, habían visto con sus propios ojos a
Diego Uriarte bajando del tren que lleva los tarros de
los tambos y trae los diarios del día anterior y los
paquetes con los pedidos de los mayoristas.
Jiménez, del quiosco de revistas, y el
cigarrero Kentros pusieron a correr la noticia esa misma
mañana y por eso en el pueblo creen que fue aquel día
que comenzaron a volver, pero todo bien pudo haber
comenzado antes, el día anterior, o el jueves anterior,
en otro tren, o en el mismo tren, que es el que llega de
madrugada y sale de la capital justo cuando oscurece y
por eso lo llaman el tren de la noche.
Que habían visto a Diego Uriarte bajar del
tren de la noche. Que vieron cómo se despedía deunos
soldados con yesos y vendajes que se amontonaban en el
segundo vagón y que saltó al andén desde el furgón
postal y que después bajaron otros dos con ropa de
soldados. Que uno de ellos debía ser Miguel Sanders,
cree el del kiosco y que al otro, uno negro y menudo,
ninguno de los dos lo reconoció, ni Jiménez ni Kentros.
Eso contaron y dijeron haber visto cómo los
tres muchachos se despidieron de los que iban en el
vagón y miraron hacia el pueblo ya iluminado por el sol
pero con las luces eléctricas de la plaza de la
estación y de algunas vidrieras de los negocios grandes
todavía encendidas.
Los tres muchachos se separaron en seguida y
tomaron cada uno para su lado: Uriarte, por la calle
principal, hacia su casa; el morocho que no era conocido
tomó el camino de la vía para el lado de las quintas, y
el otro que Jiménez dijo debía ser Miguel Sanders,
cruzó los terraplenes y enfiló para el lado de la mina
de cal. Kentros a ése no lo reconoció, pero bien pudo
ser el muchacho de Sanders, porque los Sanders viven
atrás de la loma blanca, pasando la mina de cal, y para
llegar a la casa de la madre de Sanders es obligado tomar
aquella dirección.
Y esa mañana comenzó todo. A saberse
comenzó todo, pero bien pudo haber comenzado antes,
días atrás o semana atrás. Esa mañana se lo comentó
mucho porque los dos que estaban en la estación
esperando la llegada del tren reconocieron al Diego entre
los tres soldados que volvían, y Diego Uriarte era un
muchacho muy querido de todos, porque era el hijo del
patrón del buffet del Club Social donde funcionaba el
casino, porque había sido capitán del equipo de basquet
y campeón de pelota y porque en el pueblo se daba por
seguro que Diego Uriarte había muerto en el frente
hacía dos años y hasta le hicieron unas misas. Por eso,
más que por otra cosa, corrió la voz y todos se
acuerdan del día y suponen que los soldados comenzaron a
volver aquel jueves cinco de diciembre.
Claro que nadie le iba a contar a Diego que
lo estuvieron dando por muerto y que le habían hecho
misas. El ha de haber llegado a la casa del padre, se
habrá quitado para siempre la ropa militar y en medio de
la alegría de la familia y de la impresión por verlo
vivo y de vuelta nadie ha de haberle comentado nada y se
habrá ido a dormir, cansado del viaje, contento de
acostarse por fin en una cama limpia después de tanto
tiempo.
Por el centro, a la vereda de la confitería
y a las mesas de juego del club social recién se lo vio
aparecer en la tarde del sábado, cuando ya todos
conocían que estaba vuelto al pueblo y se estaban
empezando a olvidar los homenajes y las misas.
Aunque después no pudo haber faltado alguien
que por curiosidad, o por hacer un chiste, hablara de las
misas con él, o con los otros que siguieron llegando.
Con Sanders no. Los Sanders viven del otro lado de la
sierra, más allá de la mina de cal, y casi nunca bajan
a este pueblo; hacen compras en el almacén de campo de
Santiago Nasar y para fiestas y para bailes se van al
otro pueblo, donde la madre de Sanders tiene las hermanas
y los hijos le estudiaron la escuela primaria. Pero a
Diego Uriarte o a cualquiera de los que volvieron
después, no ha de haber faltado algún curioso o un
bromista que les hicieran entender que todos en el
pueblo, hasta las propias madres, los habían estado
dando por muertos.
Hay cuestiones de lógica: la madre de
Federico Ortiz consta que recibió telegramas de pésame
mandados del ejército, con los bordes del papel teñidos
de negro, y que después le vino un cheque con la
indemnización que le pagaron en el banco Provincia. Si
no todas, bastantes madres han de haber recibido cheques
o telegramas por los parientes muertos. Es algo lógico:
tarde o temprano, la madre de Ortiz, o la de Uriarte
si también ella recibió telegramas o
cheques o cualquier otra madre que hubiera recibido
cheques o telegramas, debió hablar con el hijo de la
cuestión, y más de una habrá andado pensando si a la
plata del cheque unos pesos miserables no
iría a empezar a reclamárselas el gobierno.
Pero no consta que la madre de Ortiz ni
alguna de las otras lo hayan hablado con los hijos, ni
con las amistades de ellas ni de los hijos. A la
cuestión de los telegramas y los cheques se callaron,
tal como se callaron muchas cosas las madres. ¿O fue que
adivinaban todo desde el comienzo...?
Al comienzo fue el tren del cinco de
diciembre, el primer caso que se conoció, aunque todo
bien pudo haber comenzado antes. Después, durante aquel
verano, los trenes de la noche del miércoles, que llegan
siempre entre las cinco y media y las seis menos cuarto
de la mañana de los jueves, siguieron dejando soldados
de vuelta y muchas madres de soldados, que sabían que a
los hijos los iban licenciando, se ponían desde temprano
en los andenes a esperar y esperaban, y después, cuando
el tren seguía viaje trepando despacito la cuesta de la
sierra baja, quedaban en el andén un montón de mujeres
llorando alrededor de unos pocos soldados muertos de
sueño. Todas llorando: unas de emoción porque acababan
de recibir al hijo; otras porque se habían puesto a
esperar que de ese tren bajara el hijo que no le había
llegado.
La guerra tiene esas cosas, y las madres, que
son tan resignadas para traer hijos al mundo y para
servir a los hijos de ellas y a los hijos de otras, no
saben resignarse cuando les faltan los hijos, y siguieron
yendo al andén de la estación a esperar y esperar,
muchas con los maridos, o con los otros hijos civiles o
con nueras y nietos, y así los jueves desde temprano se
producían montones de gente esperando la llegada del
tren de la noche.
Aunque las últimas semanas, para marzo, o
abril, cuando vino la época de las lluvias, muy pocas
madres esperaban.
El último soldado llegó a fines de abril,
solo. Fue Sergio Gebel, hijo de los judíos de la
semillería. En la estación estaban nada más que la
madre de él, unas vecinas, la chica que había sido la
novia y Jiménez y Kentros, el cigarrero, que hablaban de
la guerra con el padre de Sergio y contaron que el viejo
fumaba un cigarrillo atrás del otro en el andén,
empapado por la lluvia, esperando.
Parece que Sergio Guebel bajó desde el
segundo vagón, besó a la madre que lloraba llorando
también él, no tanto por encontrarse con la familia
sino por despedirse de los soldados que venían en el
vagón con él, que habían hecho con él toda la guerra
juntos y seguramente se bajarían en otros pueblos, en
los últimos ramales de este ferrocarril.
A la madre de Guebel no le habían dado
pésame ni cheque. En cambio le había llegado una carta
del Comando con felicitaciones, porque el hijo, decía la
carta, había tenido una acción heroica contra unos
tanques. Verlo después a Guebel, con su uniforme holgado
y viejo, los borceguíes deslucidos, sin medallas y sin
siquiera una jineta de cabo o de sargento, hacía pensar
que el telegrama decía eso como pudo haber dicho
cualquier otra cosa.
Con todo lo que pasó, ¿Quién vas ser
tan boludo como para creer lo que digan los telegramas..?
Pregunta Emilio Renzi, que justo había ganado el
Telelotto, y salía de depositar el cheque en el correo y
se lo cruzó a Gebel.
Eran los dias en que el pobre Sergio andaba
como un pavote por el centro, con disfraz de soldado
porque el viejo todavía no le había comprado la ropa
nueva ni lo había puesto a trabajar en la camioneta,
donde todavía hoy se lo ve cargando bidones con
herbicida, y bolsas de semillas y de comida balanceada
para chanchos.
Con la bronca del cheque y de todo lo
que me descontaron y de los tres dias que tenía que
esperar para que me lo cambiaran ni me acordaba de la
guerra. Salgo del correo, enfilo para la Municipalidad y
lo veo ahí, parado como un muñeco... ¡Casi me caigo de
orto..!
Siempre cuenta lo mismo el Renzi, que salió
del correo, casi se cae de culo, y de que aunque le
hubieran hecho la cara de nuevo y cambiado la voz, ogual
lo hubiera reconocido al ruso por los chistes boludos:
afortunado en el juego, desafortunado en el amor, dice
que le dijo Gebel como jactádose de estar al tanto de
todos los chismes del pueblo.
La guerra es una cosa llena de errores. Por
ejemplo En la batalla del 22 de agosto, artillería
necesitaba bombardear una fábrica Dupont clausurada
donde los enemigos almacenaban municiones y remedios y
bombardearon otra fábrica, la Dinam, porque en el plano
viejo de la ciudad que estaban tratando de ocupar
figuraban equivocados los nombres de las fábricas.
Quién sabe cuántos que estaban trabajando en la
fábrica habrán muerto por el error de un dibujante que
copió mal la guía de la ciudad. ¡Cientos, o miles de
personas inútilmente muertas por un error del plano..!
El cañoneo de la fábrica Dinam es un ejemplo: tanta
destreza de los artilleros y tanto estudio para volver
escombros una fábrica equivocada.
Pero la gente se acostumbra, se amolda. Lo
mismo en las ciudades grandes, como en los pueblos chicos
y en los pueblos medianos como éste, se amolda. Cayetano
Fain, que hizo una fortuna como revendedor de flores de
las quintas, lo explica así:
Yo estaba tratando de dejar de tomar.
Tomaba todo lo que quería en las comidas tomaba
vino pero no probaba un vermouth ni una gota de
alcohol fuera de las comidas. Un sábado fui a la
confitería, a la parte de atrás, y me senté en la mesa
de Jesús Noble, otro de los soldados vueltos. Ya había
pasado mucho tiempo de la época de las llegadas del tren
de la noche, pero a Noble no lo había vuelto a ver. Lo
saludé como si nada. El estaba amistoso conmigo, pero
también me saludó como si no hubiésemos pasado más
que una semana sin vernos. Quién sabe fue casualidad,
quién sabe él de tanto ver gente en la confitería
pensó que me había vuelto a ver también a mí. Tomaba
vino blanco, yo me prendí. A la segunda vuelta ya
estábamos contando cuentos y hablando de pavadas. Creo
que tomé como diez vasos de vino, que no me hicieron
nada. El tomaba a la par, igual que yo. Estaba medio
borracho, le costaba levantarse de la mesa y cuando
hablaba medio se le trababa la lengua. Pero para mí fue
como sentarme con cualquier otro, como si hubiera estado
mi capataz Rogelio en vez de él en la mesa. Se hace una
cosa natural...
Porque las costumbres pueden más que
cualquier otra cosa. Según Pugliese, el martillero, las
costumbres siempre acaban ganando. Cuenta que un día
estaba con su socio viendo una chacra y que Avelino, el
socio, quería ir a visitar a un cliente, pero él tenía
que volver a la ciudad, entonces le dejó el auto porque
Quirós, otro de los soldados vueltos, le ofreció
arrimarlo con su camión, un Scania.
Dice Pugliese que se sentó en el Scania y
que no se hubiera acordado de nada si no fuese porque
notó que en el parabrisas, colgada de la visera que en
el camión se usa para tapar el sol, había una medallita
de la guerra, esas de níquel con Cristo Vencedor y la
cara del General grabada. Dice que se acordó, y que por
un momento hasta sintió impresión:
Acuérdense dice que yo era
de la comisión del templo, así que estuve en todas las
misas, contando la de él, la de Quirós.
Pero Pugliese se entretuvo tanto hablando con
Quirós sobre radios y cosas de radioaficionados que se
olvidó de todo enseguida y era como si el que manejaba
el Scania fuese su propio socio, Avelino, y no un soldado
vuelto.
Y ojo, que yo ya sabía por la
comisión de la parroquia, de lo que había pasado en los
otros pueblos... Aclara Pugliese.
Aunque uno sepa todo, lo que más pesa es lo
que hacen los otros: lo que los otros le colocan frente a
los ojos es la verdad y lo demás no cuenta. Hasta
Torraga, que no quería que su hija se casara con
Horacio, un soldado vuelto con el que había ennoviado de
chica, lo reconoce:
No es que pensara que mi chica no lo
quería, o que el muchacho fuera malo. Pero cuando
Horacio, que venía siempre a casa, me pidió de casarse
con ella, le dije que lo necesitábamos pensar, porque yo
ya había visto que la hija de Orlando se había casado
con uno de los vueltos hacía tres años y no había
tenido hijos. Y la partera, la viuda del doctor Alvarez,
que después se casó con ese otro soldado vuelto,
Márquez, hacía dos años que quería encargar y no
quedaba, y eso que era partera. Era por ese miedo, no por
desprecio del muchacho, por lo que le pedí que lo tenía
que pensar. Pero hoy en día nadie puede oponerse a que
los jóvenes se casen, y si el padre se opone, es peor,
se encaman en los moteles de la ruta y los sábados
cuando pasa por ahí los ve llenos de gente joven que va
en los autos de los padres y uno mira la fila de coches
estacionados y ya sabe quiénes están ahí revolcándose
como perros alzados...
Así son las costumbres y la gente se amolda,
y más que lo que cada uno puede saber importa lo que los
demás le muestran. Ahora se acepta que los jóvenes
saquen el auto de los padres y se vayan con las chicas
del pueblo al motel de la ruta, a medianoche, los viernes
y los sábados, y los mismos que cuando estaban de novios
con la que ahora es su mujer ni se les hubiera cruzado la
idea de hacer esas cosas dejando el auto a la vista de
todos, frente a la ruta, ahora permiten que las hijas
vayan al motel como si fueran a una kermesse. Y uno como
Pugliese, que estuvo en la misa que le hicieron a
Quirós, puede tranquilamente irse a cazar liebres con
Quirós y hasta Avelino sabe perderse las noches jugando
al póquer con Diego Uriarte, que no se casó y se
volvió un timbero empedernido que deja en las mesas de
monte todo lo que durante el día se gana atrás del
mostrador, en el buffet del mismo club.
Tampoco ellos han hecho nada para llamar la
atención. Nadie habla de que hayan disimulado, pero
tampoco se ha visto que naciera de ellos algo que llame
la atención de la gente, como si ellos mismos hubiesen
sabido tal vez sabían que con el tiempo todo
el pueblo daría por natural tenerlos con ellos, a fuerza
de amoldarse.
Alguna vez se los ve juntos, de a dos, de a
tres, por esas casualidades que suceden. Marina Echagüe
una vez fue a la carrera de autos para llevar a los
alumnos y vio que en la curva, donde la mayoría de los
muchachos jóvenes quiere ponerse para ver cómo los
autos preparados entran a toda máquina, clavan los
frenos, rebajan a segunda y salen derrapando, estaba
Federico Ortiz, que cerca suyo estaba Claudio Uriarte con
una barra de hombres del club social, y que a un paso de
allí vio a Juan Molina, que también es uno de ellos.
Tal vez fuera casualidad, pero dice Marina que cuando la
gente se adelantó para sacar el coche de Rubolino que se
había ido contra los alambrados, los tres Diego,
Juan y Rubolino quedaron juntos hablando entre
ellos y que, aunque había pasado tanto tiempo, eso daba
impresión.
Hay veces fiestas de bautismos,
inauguraciones de negocios, casamientos en las que
en un lugar cerrado se encuentran dos o más de ellos, y
entonces no ha de faltar quien los mire hablar y
divertirse entre ellos y vuelva a pensar. Mucho se pensó
cuando se supo que esto no había pasado en otros
pueblos. La noticia llegó por gente de la parroquia, que
fue a una asamblea en Coronel Insúa, habló el tema y
los de Insúa se asombraron, y entonces se pusieron a
averiguar y todos terminaron sabiendo que nada más a
este pueblo habían vuelto todos los soldados. En esos
días dio curiosidad de mirar qué hacían ellos, si
cabildeaban juntos, o comentaban entre ellos algo, pero
nadie les notó nada diferente. Una vez más se
ve confiaron en que con el tiempo también al hecho
de que esto nada más ocurriera en el pueblo se lo iban a
olvidar.
Y tuvieron razón, porque con los años todo
se olvidó. En un tiempo en el que muchas parejas se
ponen a edificar casas, a hacer viajes afuera y pasan la
noche en fiestas para copiarse las costumbres y hacerse
ver la ropa y mirarle a los otros la ropa o las cosas
nuevas que siempre estrenan, las parejas sin hijos son
cada vez más comunes y no es raro que ellos, que no son
más que una parte de tantas parejas sin hijos que se la
pasan mostrándose la ropa, tampoco tengan hijos. Total,
chicos siempre siguen naciendo.
Los que nacieron el verano cuando la vuelta
de soldados comenzó, deben andar ahora por los diez
años de edad y seguro que no saben nada de ellos. Para
estos chicos, todo lo de la guerra es un cuento de viejos
y cuando hablan con uno de ellos, cuando por caso, los
sobrinos de Ortiz o de Vigliani se quedan con el tío,
juegan como si estuvieran con cualquier otro y los tíos
los alzan en brazos, o los llevan al circo o al cine
cuando hay películas permitidas como cualquier tío del
pueblo se ocupa de los sobrinos chicos. Así, estas
criaturas crecen sin saber nada, iguales que los grandes,
que saben, pero que andan por ahí sin darse por
enterados de lo que estuvo pasando pasando todos estos
años.
Por eso nadie los va a enterar, y los chicos
van a crecer, van a vivir, van a hacer otros hijos y se
van a morir sin saber estas cosas, aunque muchos se las
escriban y las guarden para ver si pasados los años a
alguien le puede interesar. Morizzi es profesor en el
colegio: llegó como suplente por unos meses, se
entusiasmó y se quedó en el pueblo. Tiene diploma de
filosofía, le gustan las letras y se pasa los días
libres y las vacaciones juntando escritos de la gente y
armando los concursos de la Secretaría de Cultura del
municipio. El puede confirmar esta impresión de que los
chicos de ahora nunca van a saber lo que pasó.
Es dijo una noche en el bar
como con los peces: podrán saber de todo, pero lo
último de lo que un pez se entera es que vive en el
agua...
Hasta que alguien lo pesca...
razonó el turco.
Claro contestó él pero
entonces ya es un pescado, y poco le va a servir saber
que se pasó la vida en el agua...
Cuando no hay viento, en las noches sin
viento de verano, y también en invierno, antes de las
tormentas, desde cualquier lugar de la ciudad se puede
oír el paso de los trenes. A las doce pasa el Norteño,
iluminado, porque siempre va llevando turistas de lujo
que justo en el momento de cruzar por el pueblo están de
sobremesa en el gran coche comedor. A la una y media pasa
el Rápido, un tren de carga que viene vacío y que a
pesar del nombre pasa despacito para enganchar sin riesgo
el cambio de las vías. A las cuatro esté el Mixto, que
sale a las seis de la tarde desde la capital, con vagones
de carga y otros de pasajeros. Ese no para en el pueblo,
pero el guarda saluda hamacando el farol verde y colorado
cuando cruzan por la casilla del señalero que le hace
los cambios. Todo el pueblo conoce y sabe oír esos
trenes y a veces da el temor, al despertar sobresaltado a
medianoche, que un tren que llega de repente no sea el
Norteño, ni el Mixto ni el Carguero de las cuatro, y
pueda ser un Tren Nuevo, viniendo en dirección contraria
y se pare en el pueblo dando una larga pitada triste y
vaya arrancando despacito, en dirección hacia la
capital, y se los lleve a todos, otra vez, para siempre.
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